Francisco López Muñoz
Catedrático de Farmacología
y Vicerrector de Investigación y Ciencia
Doctor en Medicina y Cirugía
Doctor en Lengua Española y Literatura
Francisco Pérez Fernández
Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Personalidad e Historia de la Psicología
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación
DE LA LEYENDA DEL BANDOLERO A LA ACTUAL NARCOCULTURA: ANÁLISIS DE UNA REALIDAD CRIMINAL DESDE UN ENFOQUE SOCIOHISTÓRICO
DE LA LEYENDA DEL BANDOLERO A LA ACTUAL NARCOCULTURA: ANÁLISIS DE UNA REALIDAD CRIMINAL DESDE UN ENFOQUE SOCIOHISTÓRICO
Sumario: 1. INTRODUCCIÓN. 2. LA LEYENDA DEL “BUEN BANDIDO”. 3. DEL BANDOLERISMO A LA NARCOCULTURA. 4. REFLEXIONES FINALES. 5. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
Resumen: El fenómeno de la narcocultura no es nuevo en España, pese a que no parece haber recibido hasta el presente un análisis profundo. El narcotráfico, así como el contrabando, se han afrontado tradicionalmente desde una política centrada en la acción judicial y policial que, siendo necesaria, solo es parte de la solución y no puede bastar por sí misma. Tras las redes del narcotráfico -o del contrabando- hay más que una mera empresa delincuencial: existe una cosmovisión, una cultura, una mitología que no sólo justifica y retroalimenta la actividad de sus componentes, sino que, además, fortalece la empresa misma, la dota de valores, la convierte en un medio de vida, medra en la cultura honrada, enfrenta a los vecinos entre sí y cuestiona las bases mismas del sistema, así como la actividad de las Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Un fenómeno similar al acaecido hace más de un siglo con el bandolerismo y su leyenda, si bien desde parámetros socioculturales y tecnológicos diferentes, que lo tornan todo radicalmente distinto: si la acción decidida de las Autoridades de aquel periodo, vía Guardia Civil, pudo erradicar el bandolerismo y su cultura en apenas cincuenta años, no parece que esa misma estrategia, por muchos recursos de los que se la dote, pueda servir para abordar el complejo problema de las narcoculturas. Este artículo, observando con rigor el pasado, trata de profundizar en las razones del caso con la intención de ofrecer pistas que reconduzcan hacia futuras políticas eficientes y ponderadas.
Abstract: The phenomenon of narcoculture is not new in Spain; although it has
not been sufficiently analyzed yet. Drug trafficking, as well as smuggling, has
been traditionally confronted with a policy mainly focused on judicial and
police action. These policies, although necessary, can only be part of the
solution and they are clearly not sufficient by themselves because they it only
actually deal with limited possibilities of reality. Behind drug trafficking
networks -or smuggling networks- there is more than a mere criminal company:
there is a worldview, a culture, a mythology that not only justifies and feeds
back the activity of its components, but also strengthens the gang itself, by
providing values, turning it into a way of life, thriving on honest culture,
putting neighbors against each other and, above all, questions the very
foundations of the system, including the activity of the Security Forces. A
similar phenomenon happened more than a century ago with banditry and its
legend, although from a different sociocultural and technological
parameterization, which may change the whole appraisal: if the determined
action of the law enforcers institutions of that period, mainly the Guardia
Civil, were able to eradicate banditry and its culture in just fifty years, it
does not seem that the same strategy, no matter how many means and resources
are available, may be able to address the complex problem of narcoculture
today. This article, by rigorously observing the past, tries to delve into the
reasons for the case with the intention of offering clues that may serve to a
more efficient and targeted future policies.
Palabras clave: Bandolerismo, Narcotráfico, Contrabando, Narcoculturas, Análisis Sociohistórico.
Keywords: Banditry, Drug Trafficking, Smuggling, Narcocultures, Sociohistorical Analysis.
1. INTRODUCCIÓN
La cultura popular, el arte y la literatura han querido imaginar al bandido y al bandidaje, sea cual fuere su forma, rodeado de un halo de romanticismo que aún hoy perdura a poco que se profundiza sin apasionamiento en el análisis periodístico, psicosociológico e incluso criminológico de todas aquellas actividades criminales organizadas que cabría considerar, en alguna medida, como “herederas” del bandolerismo tradicional. Ciertamente, el analista experto, bien sea por mera profesionalidad y sea cual fuere su especialidad, tiende siempre a “enamorarse”, en sentido figurado, de su trabajo y también, remotamente y por mera simpatía, incluso del objeto que lo moviliza por odioso o repugnante que pueda presentarse cuando se observa bajo el prisma de la racionalidad objetiva y descarnada. Nada tiene esto de sorprendente cuando se entiende que el romanticismo decimonónico ha tenido un gran peso cultural en Occidente, al punto de que muchas de sus ideas y planteamientos emotivistas e irracionalistas aún siguen teniendo un gran peso específico en infinidad de creencias, teorías, tradiciones y prácticas socioculturales, políticas e incluso científico-técnicas (Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2023).
En un célebre libro, el historiador británico Eric John Ernest Hobsbawn (1917-2012) trataba de penetrar en estas consideraciones sobre el bandidaje al referirse, tipológicamente, a los “bandidos nobles”, o bien, por referenciar otro de los muchos caracteres que trae a colación, a los “cuasi-bandidos expropiadores”. Personajes de sesgo trágico, protegidos por el mismo pueblo del que habían surgido y, hasta cierto punto, admirados por él, por cuanto en el decurso de sus actividades ilegales contribuían a la redistribución de la riqueza e incluso, si se quiere, al establecimiento de alguna clase de justicia social, política, o económica, por remota o dudosa que ésta fuera (Hobsbawn, 2001). Las leyendas y mitos en torno a estos personajes, en muchos casos, incluso se han convertido en palanca argumental para infinidad de creaciones artísticas y culturales (Figura 1), todas ellas construidas sobre el cimiento argumental del fatalismo socioeconómico, la opresión de los poderosos, la tragedia vital del protagonista y, en definitiva, la tesis de que, dadas determinadas circunstancias extremas, al ser humano bien puede no quedarle otra salida “honrosa” o “digna” que el delito y/o la violencia. Más aún, que, en estas actividades delictivas colectivas inducidas a menudo por la baja extracción social, la caída en desgracia, los estados opresivos, el desorden social o la procedencia desfavorecida, a poco que pudiera escarbarse, no sería complicado encontrar “honor”, “valor” e incluso algún tipo de extraño, comprometido y respetable “escalamiento moral” (Sutherland, 1988). Por ejemplo,
“el ritual de iniciación [de la Mafia] muestra que el honor constituye un estatus que hay que ganarse. Hasta que se convierte en un hombre de honor, el aspirante a mafioso es minuciosamente vigilado, supervisado y sometido a prueba […]. En la iniciación, el nuevo mafioso jura obediencia, el primer pilar del código de honor. Un hombre de honor es siempre obediente a su capo; jamás pregunta por qué […]. El honor implica también la obligación de decir la verdad a los otros hombres de honor y, en consecuencia, el modo de hablar notoriamente elíptico de los mafiosos. […] El honor también tiene que ver con la lealtad. Ser miembro de lo que los mafiosos solían denominar la ‘honorable sociedad’ comporta nuevas lealtades que resultan más importantes que los vínculos de sangre” (Dickie, 2006: 36-38).
Figura 1. Escena de una venta (1855), óleo de Manuel Cabral y Aguado Bejarano (Museo Carmen Thyssen, Málaga).
La cuestión, aceptando que estas consideraciones idealizadas sobre determinadas actividades delincuenciales pudieran ser ciertas desde un enfoque antropológico, e incluso historiográfico, claro está, reside en preguntarse qué lugar destina tal perspectiva a la acción del agente de la ley. Porque, cuando se asumen acríticamente los planteamientos históricos que analizan la actividad humana como un simple relato lineal de “buenos” y “malos”, tal lógica confrontativa suscita de inmediato tesis extravagantes. Por ejemplo: si el bandido es “el bueno”, entonces quien lo persigue, en tanto que agente del poder opresor que trata de aplastar a la plebe inerme de la que emerge, no puede ser otra cosa que “el malo”. Ello torna el problema en un asunto laberíntico y deformante que, irónicamente, transforma al defensor de esa ley -en el fondo “hecha para los ricos”- en un puntal que sostendría inadvertidamente el “lado malo” de la historia. Así, no es que el/la agente de la ley sea una “mala persona”, sino que se pondría inadvertidamente, en el cumplimiento de su función, a disposición de una institucionalidad malvada. Planteamientos que, como es de suponer, no solo debieran matizarse, sino que, incluso desde fuera de los ámbitos relacionados con la investigación científica estandarizada, encuentra ocasionalmente cuestionamientos a contracorriente más que razonables:
“El intentar mirar hacia otro lado no puede ser la solución a un problema arraigado en lo más profundo de nuestra sociedad [el autor se refiere a la problemática del narcotráfico en el Campo de Gibraltar], maltratada por el paro, la falta de infraestructuras, de recursos y desamparada históricamente por gobiernos que la han tratado como un juguete roto, un muñeco de trapo que se deshace lentamente, sin intención de repararlo porque parece inevitable que sus hilos se sigan descosiendo. Más allá de los daños económicos y sanitarios que provocan estos negocios ilegales, el principal perjuicio se da en la transformación que produce en diversos sectores sociales: los grandes beneficios que se generan provocan una tolerancia generalizada hacia esas actividades, dando lugar a una escasa especialización de la mano de obra, ligada al abandono escolar temprano y el absentismo. Empobreciendo culturalmente a generaciones enteras que se escudan en el abandono administrativo para justificar sus oscuros negocios; ‘es pa come’, se suele decir” (Fenoy, 2022: 225).
No habrá escapado al lector la falacia existente tras esta forma dicotómica de presentar el tema, cada vez más habitual en los medios de comunicación, así como en diversos entornos políticos e ideológicos. También entre los trabajadores -no los gerifaltes- del narco que se valen de ella como excusa para justificar su modus vivendi: se comienza en la necesidad épica del bandolero para terminar en el ejercicio de la narcocultura -o viceversa-, con lo cual, inadvertidamente, se homologan dos realidades sociohistóricas y criminológicas circunstancialmente muy diferentes, a las que, sin embargo, se interconecta artificiosamente mediante la misma línea de pensamiento emotivista y romántico a la que se aludía con anterioridad -es ‘pa comé’-. Y este es justamente el sofisma que conviene deshacer, pues ni las formas de actuar de la Guardia Civil que abatió a Francisco Ríos González -El Pernales- (1879-1907), en Villaverde de Guadalimar (Albacete) (Figura 2), son las mismas del presente, ni las circunstancias en las que se gestó y vivió el célebre bandolero guardan similitud con aquellas en las que viven y actúan quienes se ponen al servicio de las redes del narcotráfico o del tráfico de personas. Incluso, puestos a discutir la dudosa práctica del paralelismo histórico, nada tiene que ver la Sicilia de comienzos del siglo XIX que vio el nacimiento de la Cosa Nostra, con el contexto en el que desempeñaron sus actividades mitos del crimen organizado italoamericano como Alfonso Capone (1899-1947) o Charles “Lucky” Luciano (1897-1962) (Dickie, 2006). Comparar hechos y momentos históricos cuenta con el valor de la analogía, pero induce inadvertidamente a errores como la homologación y la generalización indiscriminadas.
Figura 2. Fotografía de autoría anónima en la que se exhiben los cadáveres del célebre bandolero Francisco Ríos González, “El Pernales”, a la derecha y marcado con el número 1, y Antonio Jiménez Rodríguez, “El Niño del Arahal”. La imagen fue encargada por la Guardia Civil después de que ambos fueran abatidos a tiros en Villaverde de Guadalimar (Albacete), a fin de documentar y publicitar el final del que fuera uno de los bandoleros “más buscados” de la España de la época.
Estas disfunciones intelectuales sostenidas, que no se confrontan habitualmente en el debate público o en las expresiones artísticas y cinematográficas, -así sucede también con amenazas como el presentismo y el revisionismo-, deben abordarse a fin de comprender, en su justa medida, que los motivos y circunstancias por los que el bandido “noble” de antaño era animado y aplaudido por sus convecinos no son los mismos que movilizan la actitud de quienes, en febrero de 2024, grababan con sus teléfonos móviles la dramática embestida de una narcolancha de 14 metros de eslora y 1.500 caballos de potencia contra los agentes de la Guardia Civil en la localidad gaditana de Barbate, y que ocasionó la muerte a dos de ellos, entretanto jaleaban la agresión (Cenizo, 2024). Era apenas un grupúsculo de jóvenes que no se representan más que a sí mismos, cierto, pero ello no resta a su actitud ni impacto, ni simbolismo, y precisamente por ello fueron noticia de alcance. Ciertamente, los más de cien años que separan ambos eventos impiden igualarlos en lo material y, aún más relevante, en lo formal. Pero si la lucha contra el crimen ha de ser rigurosa, medida, ponderada y eficiente, es de rigor comprender con exactitud que se está ante un fenómeno polimorfo, multifactorial y evolutivo que, más allá de estatismos o comparaciones “de bulto”, a las que son proclives los esfuerzos sintéticos de los manuales, requiere de abordajes adaptados, flexibles y bien afinados.
2. LA LEYENDA DEL “BUEN BANDIDO”
El del bandidaje ha sido -y es- un fenómeno histórico universal que, además, dadas determinadas circunstancias socioculturales, tiende a encontrar pronto similitudes y parentescos allá donde se estudie. Se trata de una especie de mal endémico por el que pasan todas las sociedades que, en algún momento, transitan desde un modelo de producción básicamente agropecuario y de subsistencia, basado en la propiedad de la hacienda y el estatus personales, a otro capitalista e industrializado, cimentado sobre la ética de la producción, los negocios y la movilidad de clase. Con todas las disfunciones psicosociales, ideológicas, económicas y culturales, quizá inevitables, que esta clase de transformaciones de largo alcance provocan en cualquier sociedad (Hobsbawn, 2001).
“Bandoleros los había en el siglo XVI en todos los países ribereños del Mediterráneo: Nápoles, las montañas costeras de la actual Yugoslavia, Francia, donde se denominaban brigands, Cataluña, Valencia, además de Aragón, padecerían el azote del bandidaje en el mismo período. En otros momentos encontraremos bandoleros en regiones como Andalucía, en la que ejercieron una intensa actividad en los siglos XVIII y XIX. En esta última centuria e incluso en la actual hallamos formas de delincuencia que podrían asimilarse a las del bandolerismo. Es el caso de los cangaçeiros en Brasil y también de determinadas formas de bandidaje en Perú o en Méjico. Fenómeno universal, un rasgo característico del bandolerismo es su carácter rural. Siempre latente en sociedades campesinas en las que son muy marcadas las diferencias rico-pobre, poderoso-humilde, dominador-dominado, explota cuando el equilibrio tradicional de tales sociedades se quiebra” (Salas Auséns, 1989: 407-408).
En estas sociedades en fase de transformación, la economía es volátil y está marcada por la incertidumbre. La riqueza tiende a acumularse en pocas manos y las clases más desfavorecidas suelen verse hiperpobladas de personas carentes de propiedades y/o bienes. Gente que tampoco posee la formación adecuada para procurarse otras vías de subsistencia y sólo cuenta con su fuerza manual de trabajo para salir adelante. Ello no solo provoca que la movilidad social ascendente prácticamente no exista, sino también que cualquier circunstancia adversa habitual –como una mala cosecha, una sequía, una guerra, una epidemia- conduzca al grueso poblacional a la carestía y la miseria con suma facilidad (Beltrán-Tapia y Martínez-Galarraga, 2015). Una pobreza de la que, a la inversa, resulta extremadamente difícil salir. Llegados a este punto, y la historia se encuentra repleta de relatos, datos y hechos que certifican el planteamiento, la necesidad impone a estas personas hundidas en la miseria el hecho de tener que buscarse la vida prácticamente de cualquier manera -honesta o deshonesta- que se ponga a su alcance (Geremek, 1991; Pérez-Fernández & López-Muñoz, 2017) (Figura 3).
Figura 3. Óleo de Eugenio Lucas Velázquez titulado Bandoleros (hacia 1860), depositado en el Museo Nacional del Prado (Madrid).
Contribuye de manera decisiva a la génesis del bandidaje y el bandolerismo en estos contextos preindustriales una gran ruralidad, las malas infraestructuras, la baja demografía y la consiguiente falta endémica de núcleos importantes de población. También el predominio de un sistema de explotación agropecuario basado en el señorío y el latifundio, que induce la presencia de una masa poblacional flotante -y migrante- de jornaleros y empleados poco cualificados. Tiene gran importancia, a su vez, una orografía accidentada y agreste en la que las vías de comunicación son escasas y deficientes, lo cual facilita la acción sorpresiva, la huida y la posterior ocultación. Por último, no es menos importante la presencia de rutas comerciales importantes, pero mal vigiladas, controladas y/o reguladas a causa de un escaso -a menudo disfuncional por diversos motivos sociopolíticos- control administrativo, judicial, tecnológico y “policial” del territorio. Condiciones que, en general, fueron la norma en todos los espacios peninsulares -no solo en Andalucía, aunque haya sido el bandolero[1] andaluz el más popular y difundido- desde la Alta Edad Media y prácticamente hasta finales del siglo XIX (Bernaldo de Quirós, 1912; Rivas Gómez, 1977; Salas Auséns, 1989; Martín Polo, 2016).
“España fue durante el siglo XVIII y parte del XIX la terre classique des brigands. Así lo establecieron los viajeros que recorrieron nuestra geografía durante aquellos años, legando relatos que invariablemente incluían asaltos bandoleros hasta el punto de que uno de ellos sentenció: ‘una olla sin tocino sería tan sosa como un volumen sobre España sin bandidos’” (Martín Polo, 2016: 94).
De hecho, y dada la inestabilidad política generalizada, no llegó a resultar extraño en muchos momentos y contextos que los bandidos saltaran en todas partes de la legalidad a la ilegalidad coyunturalmente, pues sus actos a menudo se fundían y confundían con razias, operaciones de castigo o acciones guerrilleras al servicio de intereses superiores. Una confusión que a los propios bandoleros les llegaría a resultar muy afortunada en ciertos escenarios:
“[…] al menos durante los siglos XIV y XV se daba el nombre de bandolero a todo el que pertenecía a un bando, y la voz “bandol” significaba grupo de individuos agregados a un hombre o señor feudal y que luchaban en su defensa. […] No es posible fijar, de otra parte, la frontera entre luchas feudales y bandidaje, pues hubo momento en que todo era una misma cosa. Incluso cuando ya la nobleza había perdido su poderío se siguió por mucho tiempo hablando en Cataluña de ‘nyerros’ y ‘cadells’, y cada bandolero-bandido se adscribía a uno de los dos bandos” (Rivas Gómez, 1977: 97-98).
Todo esto tiene su importancia, pues es fácil advertir que, desde sus mismos orígenes, y con total independencia del resultado criminal de sus actos, el bandolero siempre mantuvo entre los de su clase un conveniente halo de justificación sociopolítica e incluso, coyunturalmente, un apoyo incontestable por parte de su población de referencia que, como es lógico, tampoco era ajena al proceso psicosocial del reparto “de” y la adscripción “a” uno u otro bando en litigio. No resulta extraño, por lo tanto, que, con el devenir del tiempo, la práctica del bandolerismo fuera desarrollando una vertiente aventurera, legendaria y heroica que se fue apuntalando y rehaciendo a posteriori, con la evolución sucesiva de las circunstancias históricas y sociodemográficas de cada región y época. Como ya señaló acertadamente Morreres Boix (1978), este delincuente vinculado a sociedades preindustriales, empobrecidas e imbuidas de un preclaro espíritu fatalista tiene un efecto catártico en el colectivo, pues opera como proyección del odio, la impotencia y la rebeldía reprimidas por los poderosos, que el bandolero canaliza con sus actos aguerridos y osados. No puede resultar sorprendente, por lo tanto, que se lo acabe revistiendo de una pátina cuasi mitológica en la que resulta ciertamente sorprendente deslindar realidad y ficción. Así ocurre, por ejemplo, con la leyenda del célebre “Barquero de Cantillana”, inspirador en de la biografía del famoso bandido televisivo Curro Jiménez[2] (Figura 4), de quien se difundieron infinidad de relatos incontrastables:
“Era el Barquero, según la tradición oral, lo suficientemente hábil e inteligente como para salir siempre triunfante de la persecución de los poderosos ante el esperanzado aplauso popular. Nada más lejos de la realidad. Con documentos acreditados no se le puede atribuir al Barquero más que una muerte, la de Andrés Díaz, de 22 años, vecino de Cantillana, soltero, hijo de viuda y trabajador del campo, el 11 de julio de 1841 en una reyerta callejera en donde podría haber muerto cualquiera de los dos. Por ello, en la localidad no se le importuna y solo por la presión de la Guardia Civil se ve obligado a huir. […] El Instituto Armado de la Guardia Civil, a través de sus escritores laudatorios y exegetas es el único que plantea al Barquero como una figura criminal y facinerosa. En la historia de la Guardia Civil publicada por José Díaz Valderrama en 1853, solo 4 años después de la muerte del Barquero, no se menciona absolutamente nada sobre este personaje ni que el Tercer Tercio supuestamente lo matara en 1849; solo menciona que el cabo primero de la Primera Compañía de ese Tercio, Antonio Moral, murió asesinado por el bandido Francisco Manuel Cordón, alias el sordo, nada más” (García Benítez, 2018: 626-628).
Figura 4. Cartel promocional de la serie de RTVE Curro Jiménez (1976-1979).
Lo mismo puede decirse de infinidad de bandoleros de la España decimonónica que, por este camino de la catarsis colectiva aderezada de romanticismo, protagonizaron perspectivas públicas del fenómeno criminal que colocaron inevitablemente a los perseguidores de turno en el bando de “los malos”. El dudoso anecdotario de gestas y “heroicidades” de bandidos es, pues, ingente. Así, por ejemplo, nunca fue cierta la especie de que al padre de Pernales lo matase un guardia civil con un culatazo del arma reglamentaria cuando el futuro bandido contaba tan solo doce años, pues está acreditado que el hombre falleció en 1881, en su propia cama, por causa de una apoplejía (Bermúdez López, 2020). Esta imagen novelesca de los actos del bandolero, que justificaba sus actos y racionalizaba sus motivos, como es lógico, saltaría de manera inevitable al mundo de la ficción, perdurando en el imaginario popular hasta el presente. No puede sorprendernos, pues, que en la nota preliminar de una de las varias biografías noveladas del celebérrimo bandolero Diego Corrientes Mateos (1757-1781) (Figura 5), el autor escribiera:
“[…] A pesar de sus actos en favor de los pobres, Diego Corrientes escogió un camino equivocado para lograr esa justicia que él tanto anhelaba. Su obsesión por redimir al pobre le llevó a ponerse al margen de la Ley. Solamente tiene a su favor el que jamás sus manos se mancharon de sangre. Y en el fondo de su conciencia siempre sostuvo una angustiosa lucha entre el bien y el mal. La leyenda y la historia hablan de sus asaltos, de sus robos y de sus audaces incursiones, por los pueblos y cortijos. Nada dicen de sus pasiones, de sus sentimientos, de su vida interior” (Lucas y Gallardo, 1959: 4-5).
Figura 5. Portada del cómic titulado Aventuras de Diego Corrientes, se la serie Gente de Bronce (Ameller Editor, Barcelona, 1950).
Así las cosas, tiene lógica que, con el paso de los años, la Guardia Civil nunca empleara la estrategia de comunicación de servirse de la publicidad acerca de las mismas leyendas sobre los “bandidos del pueblo” que se propagaban entre la población, para justificar sus propios éxitos. Posiblemente, se hubiera provocado un indeseado efecto de rechazo entre buena parte de la población, pues, aceptar tal retórica, ineludiblemente, habría significado colocarse de manera indeseada en el lado negativo de la historia. Por ello, conceptos como “bandolero” o “bandolerismo” nunca fueron de uso común por parte de la Benemérita durante décadas, siendo la de “malhechor” la denominación habitual de aquellos a quienes se perseguía (Núñez, 2017). Un hecho que tuvo un importante efecto psicosocial al llevar a parte del espectro poblacional, especialmente las clases emergentes, a la siempre saludable duda. Pero que, retroactivamente, también pudo contribuir al alimento del mito romántico por parte de los partidarios más consolidados del -así llamado- bandolero, a la par que justificó infinidad de instrumentalizaciones de la acción policial muy discutibles: La muy a menudo falaz tesis política de que la lucha contra esta especie de “malhechores” era una “guerra sin cuartel” que la sociedad honrada “en su conjunto” mantenía contra quien la agredía de suerte indiscriminada, llegó a justificar, acaso, dudosas tropelías como los célebres procesos de la Mano Negra andaluza (Sanz Agüero, 1975) (Figura 6).
Figura 6. Recreación pictórica de un enfrentamiento de la Guardia Civil con bandoleros del en el año 1853. Detalle de la litografía Ataque a una partida de bandoleros, de S.B. Bestard (Guardia Civil).
Se debe recordar en este punto que la Guardia Civil, al fundarse en 1844, en tanto que cuerpo policial, nació con un propósito veladamente bélico en lo que tenía de fundamentalmente socioeconómico y político, pues vino con la intención de asegurar los caminos, despoblados e instalaciones agropecuarias, así como la incipiente industria, frente a la acción del bandidaje endémico que impedía el adecuado fluir de dinero, bienes, mercancías y personas[3] (Figura 7). Tarea en la que, precisamente, la maquinaria militar regular, diseñada tanto en lo estratégico como en lo organizativo y lo humano para la guerra convencional, había fracasado por completo y con reiteración por ser inadecuada al caso (Martín Polo, 2016).
“El problema del bandolerismo […] llegó a ser realmente un mal endémico en España durante siglos, alcanzando su cenit a mediados del XIX. Ni el Ejército permanente ni las Milicias, cualquiera que fuera su clase o condición, se perfilaron como las fuerzas idóneas para afrontar y erradicar tan tremenda lacra que lastraba el desarrollo de la nación. No tenían ni la doctrina ni el adiestramiento adecuado para ello y tampoco era realmente su misión ni razón de ser. La solución no era de carácter militar sino policial, pero para ello era necesaria en primer lugar la existencia de una institución de seguridad pública de ámbito estatal. Las fuerzas creadas de ámbito local y regional, dependientes de corporaciones locales o provinciales se mostraron ineficaces. Y aquellos cuerpos, de naturaleza militar o civil, que habían nacido con aspiraciones de terminar extendiéndose por todo el territorio nacional fueron mal concebidos y peor apoyados, terminando por una u otra causa, disueltos o extinguidos” (Núñez, 2017).
Figura 7. Pareja de la Guardia Civil a caballo en el siglo XIX, obra de Augusto Ferrer-Dalmau.
Si lo que se pretende es entender esta necesaria estrategia comunicativa, siempre cabe preguntarse qué alimentaba los mitos en torno al bandolero-bandido-malhechor. No cabe contentarse con los muy difundidos folklorismos de Constancio Bernaldo de Quirós (1873-1959), quien equiparaba, en un panegírico del panorama cultural nacional que bien haría las delicias de turistas, amigos de lo kitsch y partidarios del determinismo étnico, a bandoleros -concretamente los andaluces- con majos y toreros (Bernaldo de Quirós, 1912; García Benítez, 2008). Muy probablemente estos argumentos tendrían pleno sentido para la reflexión historiográfica de comienzos del siglo XX, pero son inaceptables, por tópicos y sesgados, desde una perspectiva presente, ajena en la medida de lo posible a veleidades psicologicistas, a la par que tendente al análisis formal de hechos y datos concretos. Y es que la manifestación palmaria del bandolerismo decimonónico, el que encuentra un coyuntural auge en Andalucía a la par que va declinando en el resto de la Península Ibérica, haya su razón de ser en un panorama marcado por el latifundismo, el caciquismo, la proliferación de una casta de proletariado agrícola desposeída, una peculiar orografía e incluso una declarada connivencia entre los bandidos y los poderes públicos locales que propicia un peculiar statu quo (García Casero, 1979[4]).
“[…] caciques, alcaldes, jueces municipales, serenos y guardas rurales cerraban los ojos ante el fenómeno del bandolerismo. Ni el bandolero fue siempre un pobre que se revelaba contra los ricos, ni era un hombre que tenía instintos insatisfechos de capitalista. El bandolero es algo más complejo. En Andalucía se ve la atenuación del bandolerismo en el siglo XIX a medida que se sale de las dos campiñas, la cordobesa y la sevillana, hacia las serranías subbéticas intermedias entre los antiguos reinos de Jaén y Granada, y hacia los macizos de la Penibética, donde el latifundio cede y se descompone ante condiciones geológicas y geográficas distintas. Frente a la constitución social del latifundismo aparecen en la Andalucía del siglo XIX las grandes masas de proletariado agrícola, casi totalmente desarraigadas, desposeídas de tierra, padeciendo el hambre y la injusticia que lanzan a la rebelión a las almas de cierto temple” (García Benítez, 2008: 14).
Interesa destacar que, se enfocara como se enfocara, el problema no solo era endémico por su arraigo popular, sino también harto difícil de combatir por su estrecha afinidad con las estructuras de poder vigentes. Recuérdese ahora lo anteriormente comentado en torno a los vínculos ancestrales entre bandidos, hombres de armas y señores en el contexto catalán. Esto motivó que, en muchos lugares asolados por el bandidaje, en cualquiera de sus formas, fuera antes la literatura que la historia, la criminología o la sociología la que se encargara de abordar la cuestión, con lo que se fueron consolidando corrientes de opinión pública muy favorables al “malhechor”, aún antes de que su persecución se tornara en un evento decisivo. No es, pues, el ensalzamiento del bandolero andaluz un fenómeno que quepa calificar de “novedoso”. Existen, por referenciar un ejemplo, pliegos del cordel datados en el siglo XVIII que cantan las andanzas de los bandidos de los Montes de Toledo, así como obras de teatro y romances firmados a comienzos del siglo XIX sobre estos mismos delincuentes que alaban y ensalzan sus virtudes (Urda Lozano, 2014).
Esto implica que cuando la Guardia Civil debe afrontar el problema, se las ve con un escenario manoseado y adverso. Porque no sólo va a luchar contra una especie delincuencial en sí misma, sino también contra un estado de opinión muy arraigado e incluso contra un modus vivendi que va a requerir de una acción decidida no solo desde lo meramente policial, sino también desde actitudes políticas comprometidas con el progreso socioeconómico -así la del que fuera gobernador de Córdoba, Julián Antero de Zugasti y Sáenz (1836-1915)-, y la implantación masiva de los nuevos avances técnicos, como el ferrocarril, el telégrafo y el teléfono (Garramiola Prieto, 1999). En efecto,
“como dijo El Vivillo: ‘A nosotros nos ha matado el alambre’, es decir, el telégrafo y el teléfono. El bandolerismo desapareció, además, ante el desarrollo del ferrocarril, de los nuevos medios de comunicación, la eficacia represiva del estado moderno y la evolución positiva de las condiciones sociales. El bandolero, a principio del siglo XX, privado de su proyección romántica y revolucionaria perdió la aureola popular de defensor del pobre y del oprimido. Sus cuadrillas quedaron así reducidas a simples asociaciones para delinquir (García Benítez, 2008: 15).
3. DEL BANDOLERISMO A LA NARCOCULTURA
No obstante, pese a la reducción de las actividades de bandidaje a meras asociaciones delictivas, lo cual condujo a su inevitable extinción, no es raro que en infinidad de contextos socioculturales hispanos el pillo, el estraperlista, el pícaro, el corrupto, el ladronzuelo, el narco, el contrabandista, cuenten con un cierto grado, dependiendo del caso, de indiferencia, aprobación y/o apoyo. Se asocian de manera cuasi automática a la leyenda fatalista del “así somos” y el “así son las cosas”, o al predicamento antisistema del “malo justificado”, del “malo no tan malo”, del que “vuelve las tornas”, del que “aprovecha la ocasión”, del que “se sale con la suya” o del que “roba al ladrón”. Podría defenderse, a título justificativo, incluso, que existe en la “cultura española” -y por extensión en la “cultura latina”- un potente individualismo que genera predisposición de ánimo hacia estas actitudes y formas dudosas de ganarse la vida, pero ello no sería más que una reedición del pobre argumento folklórico, corto, psicologicista, vago e indemostrable que ya empleara hace más de un siglo Bernaldo de Quirós. El problema es mucho más profundo y enraíza con fuerza en un pasado de profundas necesidades, fuerte desgobierno, preclara inacción y oportunas connivencias.
En su popular -y controvertido- libro, comienza el periodista Nacho Carretero relatando la simpática historia del señor que, montado en su bicicleta, cruzaba la frontera entre Galicia y Portugal todos los días con un saco de carbón al hombro. El tipo -también el saco- era registrado escrupulosamente por los guardias de ambos lados, pero nunca le encontraban material de contrabando alguno, por lo que debían dejarlo ir pese a que sospechaban que había gato encerrado en aquel viejo. Nunca fue detenido. Pero lo cierto es que contrabandeaba con bicicletas (Carretero, 2015). Explica el periodista que esta historia se cuenta entre vinos, bromas y veras. No es para menos, la historia del ratón que vence al león siempre es sugestiva y, además, delata un estado de opinión que toma la forma de ética de resistencia: un modus vivendi tan antiguo y arraigado en la mentalidad colectiva que provoca la hilaridad general, pero que también, inadvertidamente, da forma a un terrible estado de cosas que termina por verse normalizado:
“Cientos de vecinos y familias se dedicaron al contrabando durante la posguerra, usando lanchas, haciendo descargas y tejiendo una red de transporte terrestre para su posterior distribución […]. Fueron estos primigenios contrabandistas los que instalaron toda una infraestructura y una cultura de estraperlo que acabó convirtiéndose en un escaparate de concurso cuando los carteles latinoamericanos buscaron una puerta para introducir droga en Europa” (Carretero, 2015: 29).
Sería simplificador, y probablemente inútil, equiparar el bandolerismo del pasado con la actualidad de la emergente narcocultura que se pretende instalar en algunos territorios españoles, como el Campo de Gibraltar (Figura 8), pero ni es tan banal lo que se intenta, ni tal ejercicio tendría sentido alguno. Comenzando por el hecho de que incluso el uso del concepto mismo de “narcocultura” o de “narcoestética”, que suele emplearse con cierta ligereza en algunos medios de comunicación, debe matizarse. No se trata de afirmar aquí que los usos y costumbres de una minoría poblacional de estas zonas -como La Línea de la Concepción u otras áreas de la provincia de Cádiz, tales como Barbate; o bien Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del río Guadalquivir- sean equiparables ni en dimensión criminal, ni en impacto sociocultural y político a los de las genuinas narcoculturas latinoamericanas. Supondría un alarmismo exagerado, a la par que implicaría una injustificada magnificación del problema. Antes, al contrario, de lo que aquí se habla es de la instalación y paulatina emergencia en determinadas áreas geográficas españolas de esta forma de vida consistente en asumir e integrar en las rutinas de la vida diaria prácticas y particularidades que adquieren sentido con relación a las actividades del narco. Debe clarificarse, y este posiblemente sea el elemento clave del análisis, que no es preciso traficar con drogas o mantener implicaciones con el negocio del narcotráfico para practicar la narcocultura pues,
“… lo narco como elemento compositivo se ha empleado comúnmente para designar las relaciones que distintos campos de la sociedad han tenido, o tienen, con el narcotráfico y sus derivaciones socioculturales. Se habla de narcoeconomía, narcosociedad, narco-Estado [sic.], narcoterrorismo, narcopolítica, entre otros. En el caso de la narcocultura o la narcoestética, no parecen ser simplemente unas composiciones lingüísticas que asocien lo narco con formas convencionales de manifestación de la cultura, sino que actualmente han adquirido una fuerza categorial propia cuyas referencias y discusiones las hacen nociones polisémicas de amplio espectro, algo así como plataformas conceptuales construidas para analizar un fenómeno que ha emergido con la llegada del narcotráfico a países de América Latina, principalmente Colombia y México, y que se manifiesta de un modo particular” (Correa Ortiz, 2022: 186).
Al parecer de algunos especialistas, la narcocultura, sea cual fuere su extensión e impacto, parte de la tesis general, algo vaga, pero no por ello menos sugestiva, de que todo vale para salir de la pobreza, siendo su ejercicio una atractiva escenificación y aceptación pública de tal teoría (Rincón, 2013). Si esto es así, entonces queda clara la pretensión de este trabajo, pues se trata de mostrar que los mecanismos de legitimación que pudo encontrar el bandolero decimonónico para generar una particular “estética de combate” que le confiriese apoyo económico, sociopolítico y sustrato cultural, no son tan disimilares de aquellos de los que se sirve el empleado de la mafia, del narco, del contrabando o de la asociación criminal, para justificar públicamente su forma de vida. La diferencia fundamental entre la ética del bandolerismo y la ética de la asociación ilícita estriba en que, mientras el primero se construye desde un contexto de subsistencia cuyo alcance viene limitado precisamente por su origen -local, cercano, cerrado-, la segunda emerge desde un ámbito delictivo industrial-capitalista e hipertecnificado, cuyo ámbito -global, lejano, abierto- coquetea, incluso, con las estructuras centrales del poder. En consecuencia, la estrategia legitimadora de ambos es equivalente, pero difieren en lo relativo a su alcance y potencial, por cuanto la narcocultura, romanticismos de opereta aparte, tiene la capacidad de generar en los individuos que la abrazan la forma de una genuina cosmovisión que va mucho más allá de las circunstancias personales de sus protagonistas (Villatoro, 2012). Una cosmovisión que, precisamente porque se vale de los mismos recursos que sirven -o podrían servir- también a sus perseguidores, no puede ser vencida solo a través de ellos. Así, por parafrasear muy gráficamente las palabras de El Vivillo: al narcotráfico y a la narcocultura ya no podrá “matarlos el alambre”.
Figura 8. Promocional de la miniserie documental La Línea. La sombra del narco, dirigida por Pepe Mora y distribuida por Netflix (2020).
Ciertamente, la vía de penetración de este problema en cualquier sociedad de acogida es la necesidad. En un primer momento, la actividad de traficantes y contrabandistas viene a germinar de manera coherente y natural en la falta de oportunidades, el abandono endémico, la baja instrucción, las necesidades básicas no cubiertas, la marginación y, en suma, sirve como elemento facilitador de vías de supervivencia a unas poblaciones locales deprimidas que suelen integrar de mejor o peor manera estas actividades como forma de vida, al punto de que comienzan a manifestarse de manera más o menos veladas en todas las prácticas sociales (Simonett, 2004). Sin embargo, toda vez que las estructuras básicas del negocio se consolidan y los contextos se estabilizan, debe comenzar el juego de las identidades, los bandos, las ideologizaciones y los pretextos que, más allá de la consolidación puntual del negocio, permita su supervivencia a largo plazo, cosa que solo es alcanzable mediante la enculturación: ya no va a ser el vivir de estas actividades ilícitas tan solo una cuestión de dinero, sino también de esperanza, de forma de vida, de forma de ser. Es decir: el narcotráfico no sólo se convierte en parte de la sociedad, sino que también la transforma por cuanto todos los elementos del negocio se encuentran, conexionan y terminan por conformar vínculos que penetran en la estructura sociocultural misma, de suerte que infinidad de eventos comienzan a funcionar por, para y alrededor del narcotráfico (Villatoro, 2012).
“Tendríamos que comenzar a preguntarnos cuantos puntos de tasa de paro se deben, en realidad, a la droga; es decir, cuantos trabajadores obvian de modo voluntario el mercado laboral para dedicarse a un negocio ilegal que da inmensos beneficios, tiempo libre, poca carga de trabajo a cambio de un riesgo carcelario que, en el caso del hachís, casi nunca supera los cuatro años. No creamos que el narcotraficante no tiene otro modo de vida y que, por eso, casi muerto y angustiado por no poder dar de comer a su familia, se tira al delito. No le demos este argumento social porque es falso. El narco se dedica a ello porque es fácil y porque trabajar de verdad es complicado, por lo general se paga mal, consume buena parte del tiempo vital y, además, se necesita el esfuerzo continuo de la formación” (Marqués Perales, cit. en Fenoy, 2022: 237).
Los cárteles, por mera praxis, saben bien que la narcocultura ha de ser fundamentalmente rural en su base para consolidarse adecuadamente. Son precisamente estos contextos ruralizados, pequeños, en los que existe un mayor grado de desinterés y abandono económico y político, así como una construcción de identidades articulada antes sobre la vecindad, la lealtad, la religión y la familia, que sobre intangibles como la “democracia” y las “instituciones”, donde se facilitan las oportunidades para su penetración y establecimiento. Porque en el pueblo también se desean los beneficios, progresos y bienes de la vida urbana, pero tales no son posibles sin una reestructuración neocapitalista de la existencia que permita su financiación. Y esto afecta especialmente a los jóvenes en una sociedad moderna, global y digitalizada -el mundo del Tik-Tok- en la que ya es completamente imposible aislarse -o aislar- a las personas y sus intereses en sus contextos particulares. De hecho, y mediante este mecanismo de “resucitación” de entornos tradicionalmente deprimidos, la narcocultura suscita la interiorización subjetiva de ideologías y representaciones sociales que se manifiestan en la forma de conductas estereotipadas: actitudes generalizadas que adoptan la forma de creencias, valores y pensamientos; y, finalmente, formas o realizaciones conductuales -e incluso materiales- objetivadas de todo ello que tienen un aspecto multiforme. Una jerga específica, gestos, hábitos, vestimentas, artículos de consumo y estatus, o productos comunicativos propios, tales como determinadas formas musicales (Córdova, 2011).
Todos estos eventos son bien conocidos con relación a las narcoculturas colombiana o mexicana (cárteles, maras, etcétera), en las que estos problemas son endémicos y por ello han sido profusamente estudiados (Figura 9) (Correa Ortiz, 2022). Por el contrario, se trata de cuestiones escasamente observables -o consideradas “puntuales”- en el contexto español, en el que, por tratarse de cuestiones aisladas y emergentes, no dejan de producir cierta perplejidad entre unos analistas que conocen muy bien los eventos sociológicos y criminogenéticos del así llamado Primer Mundo, pero parecen tener más dificultades a la hora de calibrar el peso de los eventos antropológicos y culturales sobre esta clase de fenómenos. Así se explica, posiblemente, que la actitud minoritaria de los jóvenes que grabaron y jalearon la embestida contra la embarcación de la Guardia Civil, pese a ser un evento aparentemente anecdótico, colateral al suceso mismo, resultara cosa especialmente noticiable para los medios de comunicación. Consecuencia: el bandolerismo y la narcocultura beben en sus orígenes, quizá, de las mismas fuentes y por ello se asemejan en sus formas de justificarse, pero ni se valen de los mismos mecanismos, ni propenden los mismos objetivos, ni tienen la misma potencia y alcance. En un contexto global, pues, parece tener cada vez menos sentido caer en la tentación de realizar análisis locales.
Figura 9. Carátula del largometraje documental norteamericano Narco Cultura, sobre la explosiva cultura narco mexicana, dirigido por Shaul Schwarz en 2012.
4. REFLEXIONES FINALES
Toda vez que el juego de analogías distantes que se ha realizado ha permitido tipificar, o al menos detectar la forma íntima del problema, surge de manera inevitable la cuestión de cómo abordarlo. Y no parece que sirva únicamente la estrategia de la confrontación directa, por cuanto ello ubica a las Autoridades y Cuerpos de Seguridad del Estado en una dinámica oposicionista, coactiva, restrictiva y prebélica que es, precisamente, la peor manera de abordar las crisis socioculturales. No quiere decirse con ello que se deba ser permisivo con estas actividades criminales, sino que son precisas, junto a la acción policial y la dotación adecuada de los agentes y medios, otras acciones en paralelo que permitan el abordaje complejo de un problema que ni es simple, ni es lineal. Del mismo modo que la Benemérita nunca quiso hablar de “bandoleros” en sus comienzos, por cuanto esta denominación podía servir inadvertidamente como elemento retroalimentador de los pretextos justificadores del delincuente (Figura 10), a la par que para colocarla en el espacio inevitable del “malo”, es muy posible que el primer paso a dar tenga que ver con la comprensión de los problemas socioculturales de fondo que subyacen a la cuestión. Un asunto que, necesariamente, pasa por modificar activamente los discursos y abordajes en torno a la misma. No cabe olvidar el hecho de que, en el mundo actual, toda acción política y social es también, como estableció Jürgen Habermas (n. 1929), una acción comunicativa (Garrido Vergara, 2011).
Hay un grave error de fondo, por tanto, en la idea de que la sociedad legítima y honrada tiende a rechazar de forma “natural” el mensaje del delito cuando este, bien porque resulte atractivo, divertido o bien porque parezca simplemente entretenido, logra impregnar las prácticas socioculturales y artísticas. La identidad genuina de la narcocultura no reside únicamente en las clases bajas que “viven” en ella, sino también en la apropiación de sus discursos que realizan las élites culturales, económicas, periodísticas y artísticas al convertirla en objeto apropiado para la creación y/o reflexión. Frente al viejo modelo supervivencial del bandolerismo, el narco vende paraísos: es búsqueda de placer inmediato, riqueza y prosperidad rápidas, riesgo aventurero y también, por qué no decirlo, cierta expresión de posmodernidad (Correa Ortiz, 2022).
Figura 10. Detalle de la obra Cambio de parejas de la Guardia Civil (1874) de Luis Franco y Salinas, donde se recrea los papeles de la Guardia Civil en la conducción de presos y en las identificaciones en los caminos en los primeros años de su fundación (Museo del Prado).
Entretanto miles de vecinos se manifiestan “por la dignidad” y “en favor de la Guardia Civil” (Nachett, 2024), expresando así el maltrato que sufren por parte de los medios de comunicación y denunciando el abandono sistemático de los poderes públicos, otros -una minoría, si bien no exenta de su correspondiente altavoz- ha expresado quejas por lo que consideran “brutalidad policial reiterada” lindera con un “estado de excepción” (La Voz, 2019). Es solo un sencillo ejemplo -y no aislado pues podrían encontrarse muchos más- que ilustra una idea: en lo tocante a este asunto, la división de opiniones a pie de calle es la norma. Este juego de las manifestaciones y contramanifestaciones que entran en singular paradoja es, en realidad, el efecto de las contradicciones internas que estos conflictos culturales -tradicionalismo frente a modernidad- provocan en el trasfondo diario de comunidades reducidas en las que, además, casi todo el mundo se conoce. Lo más interesante es que estas protestas se autodefinen erróneamente como “no políticas” cuando es precisamente eso lo que son, en tanto que acciones sociales devenidas de conflictos en curso y que buscan influir en diversas áreas de la actividad política o, cuando menos, llamar la atención de la autoridad de turno (Lutz, 2010).
También ha de tenerse en cuenta que las cifras de criminalidad real y las de criminalidad percibida raramente coinciden, y que efectos difusos como la “cifra negra” y la “cifra gris” motivan que el cálculo objetivo del problema en un contexto determinado sea, por lo común, harto complejo. Además, las consideraciones, ya objetivas ya subjetivas, de la criminalidad, no afectan por igual a todas las tipologías delictivas a causa de eventos como la tolerancia y normalización social diferencial de que son objeto (Zúñiga Rodríguez, 2021). Un hecho que se antoja obvio en lo tocante a ecosistemas delictivos como el suscitado por la emergencia de las narcoculturas, de gran capacidad colonizadora:
“[…] los grupos criminales [toda vez que han establecido su conglomerado empresarial básico] tienden a desarrollar redes clientelares que les permiten adueñarse de ciertos sectores de la economía legal. Entre otras cosas, cuando sus negocios tienen éxito, los grupos criminales necesitan introducir los beneficios de los mismos en el flujo de economía legal para hacer uso de ellos, mediante el lavado o blanqueo de dinero. Existen grupos especializados en esta actividad, y hay sectores en la economía formal con baja intensidad regulatoria, que se prestan especialmente a esta tarea. Los sectores con mayor penetración son la hostelería y el turismo, el sector inmobiliario y determinadas actividades dentro del sector financiero” (Noguera Gracia, 2018: 11).
Más interesante resulta entender que el peculiar combate entre “buenos” y “malos” -luego entre percepciones-, que en tiempos de bandoleros y romanticismos era mera cuestión de clase y propiedad -ricos y pobres; latifundistas y jornaleros; poseedores y desposeídos-, y que obligaba a una toma de partido sencilla, en tanto que enfrentaba a bandos de límites perfectamente delineados, ahora es un fenómeno interclase y transgeneracional. Un conglomerado de tesis y creencias que lo cuestiona todo y a todos, que enfrenta a vecinos -e incluso familias- entre sí y que amenaza las bases mismas del sistema y de la convivencia, por cuanto, más allá del desigual reparto de la riqueza, del abandono político, de la falta de recursos o de la injusticia social, echa raíces en cosmovisiones culturales, desde las que medra, crece y se expande. Establezcamos ahora una aclaradora comparativa entre la Andalucía del bandolerismo decimonónico,
“[…] las nuevas estructuras se habían asentado en Andalucía de un modo más firme que en el resto de España. Las oligarquías terratenientes y la burguesía, que en tiempos del Barquero se estaban formando en el sur, apoyaban al régimen constitucional liberal con la firme decisión de dominarlo, controlando de este modo el poder político de la misma forma que el económico. Se establecen así unas relaciones de poder entre dos grupos, “ricos” y “pobres”. En los primeros, están los grupos citados y entre los segundos contamos a los pequeños campesinos, jornaleros, artesanos y en general, el incipiente proletariado rural y urbano” (García Benítez, 2018: 630).
… Y la Andalucía de la emergente narcocultura campogibraltareña,
“Es importante reseñar que en medio de este contexto de paro y desigualdad, etc., el trabajo del contrabandista y el trabajo derivado del contrabando ya no es una conducta desviada en esta zona, no es un etiquetaje, se ha producido un proceso de normalización, […] porque estamos en una organización social contemporánea, la cual cada vez es más individualizada resultado de una sociedad influenciada por el neoliberalismo imperante, libertad, consumismo, el materialismo, egoísmo, egocentrismo, relaciones más esporádicas e interesadas. El proceso de normalización del contrabando y el trabajo indirecto en la zona, ha ido desarrollándose por varias instituciones sociales como es en primer lugar la familia: cultura, ideas, valores neutros o positivos sobre el contrabando motivado por la impunidad con la que han actuado durante años en la zona, incluso porque siempre hay familiares directos, indirectos, conocidos que se dedican al contrabando y derivados de éste, así como grupos de pares que son los grupos de amigos, en los que la visión materialista y capitalista en la que vivimos, donde el dinero es lo más importante para obtener casi todo, así como poder y autoridad, siendo el contrabando una forma de ganar dinero de forma ligera, sin mucho esfuerzo, ven como un futuro esta forma de vida, así como medios de comunicación: redes sociales, videos de YouTube, en que se han transmitido valores del mercado que promueven elites económicas de clase corporativa, en los que los músicos de relieve muestran la riqueza del contrabandista con un estatus alto, series de contrabandistas que muestran una forma de ser rico, tener poder, autoridad, características de una clase social alta. Muchos jóvenes tienden a mitificar al contrabandista” (Vázquez Lozano, 2022: 11-12).
Conocido el diagnóstico, la forma que debiera adoptar el tratamiento parece clarificarse: si en el caso del bandolerismo una respuesta policial coherente, unificada, decidida y estratégicamente bien delineada condujo inevitablemente al cese de actividad del bandolero, esta respuesta, por sí misma, no parece suficientemente útil para el afrontamiento de la problemática narcocultural. El bandolero era un personaje mitificado, pero aislado, en el que se visualizaba la encarnación de determinados valores populares que muchos expresaban, pero que sólo muy pocos se atrevían a movilizar. También era un delincuente atrapado en un espacio-tiempo acotado que, con el devenir del progreso psicosocial, económico y tecnológico, entró de suerte inevitable en una decadencia crepuscular. No ocurre lo mismo, sin embargo, con el narcotráfico contemporáneo que, más allá de la excusa del “buen forajido”, se alimenta de los mismos mecanismos, a todos los niveles, que movilizan a la sociedad honrada en la que penetra, germina y medra. En tal contexto, las respuestas estrictamente policiales (Figura 11), por muchos medios que se pongan al alcance de los agentes, alejadas del escenario de interacciones sistémicas en el que el problema se desenvuelve, estarán condenadas al fracaso, pues sólo afectarán a uno de los flancos de la cuestión. Bien estaría que lo comprendieran las diferentes administraciones públicas, perdidas habitualmente en confrontaciones políticas innecesarias e intereses partidistas espurios que no llevan a parte alguna, así como los actores del sector privado, cuyo concurso a estas alturas es ya irrenunciable para el desarrollo y mejora de los contextos socioculturales en los que opera.
Figura 11. Imagen de archivo de una persecución realizada por agentes del Servicio Marítimo de la Comandancia de Algeciras (EFE/Guardia Civil).
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[1] La etimología de la palabra “bandolero” no procede del entorno andaluz. El término latino “bando” es una transliteración del gótico “bandwo” -𐌱𐌰𐌽𐌳𐍅𐍉-, que significa “señal”, “bandera” o “estandarte”. Así pues, el bandolero era en su origen el sujeto que ponía sus armas al servicio de un bando –o bandera-. Con el tiempo, a medida que las acciones del bandolero se fueron asociando al delito, se quiso vincular etimológicamente al “bandolero” con aquella persona cuyo nombre queda consignado en un “bando”, proclama o edicto emitido por una autoridad. No obstante, esta es una deformación posterior del concepto vinculada al nacimiento de los sistemas sociopolíticos contemporáneos (García Benítez, 2018: 625).
[2] Interpretado por el actor Sancho Gracia -Félix Ángel Sancho Gracia- (1936-2012), y producida por Radiotelevisión Española, la serie, epítome de la ficción sobre el bandolerismo andaluz, fue creada por el escritor uruguayo José Antonio Larreta (1922-2015), quien se inspiró en la historia del Barquero de Cantillana para dar forma al personaje. Por ejemplo, y muy inteligentemente, en aras a evitar los muchos conflictos ideológicos que afectaban a la España de la Transición, las andanzas del personaje se ubicaron a comienzos del siglo XIX, durante la invasión napoleónica y la Guerra de la Independencia Española (1808-1814). Contó con tres temporadas y un total de 52 episodios. Fue un completo éxito que, incluso tuvo una continuación de menor éxito, Curro Jiménez: El Regreso de una leyenda. Ésta última, producida en 1995 por el canal privado Antena 3, ofrecía ya la imagen de un bandolero crepuscular y menos atractivo.
[3] Todo ello, sin apenas medios materiales o recursos, salvo la propia inteligencia y buen hacer de los agentes, en una sociedad tremendamente atrasada e indolente y con un abandono manifiesto por parte de las Autoridades.
[4] Reedición del texto clásico homónimo publicado originalmente en Almería en 1908. García Casero (n.d.), militar de carrera luego integrado en la Guardia Civil y destinado a Estepa (Sevilla), conoció de cerca y denunció muy a menudo en diversos medios las profundas relaciones existentes entre los bandoleros y las autoridades locales.