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Eduardo Martínez Viqueira
Teniente General de la Guardia Civil
Doctor en Historia Contemporánea

 

 

EL HONOR COMO DIVISA:
UNA VISIÓN ESTRATÉGICA DE LOS VALORES EN LA GUARDIA CIVIL

 

 

 

 

 



 

EL HONOR COMO DIVISA:
UNA VISIÓN ESTRATÉGICA DE LOS VALORES EN LA GUARDIA CIVIL

 

Sumario: 1. INTRODUCCIÓN. 2. EL MARCO ÉTICO FUNDACIONAL DE LA GUARDIA CIVIL. 2.1. La primera reglamentación. 2.2. Consolidación de la regulación interna: la Cartilla del Guardia Civil. 3. LA CARTILLA DEL GUARDIA CIVIL EN UN MOMENTO DE CRISIS DE VALORES. 3.1. El concepto del honor en el contexto social y militar de la época. 3.2. La Cartilla, un islote de regulación ética en el siglo XIX. 3.3. Un espíritu de cuerpo asentado en valores. 4. EVOLUCIÓN DE LA REGULACIÓN ÉTICA. 4.1. El marco ético de la Guardia Civil durante el siglo XIX y primer tercio del siglo XX. 4.2. La regulación a partir de 1940. 4.3. El marco constitucional de 1978. 5. LOS VALORES DE LA GUARDIA CIVIL EN UN NUEVO MARCO ÉTICO. 5.1. Un Código de Conducta para una Institución del siglo XXI. 5.2. La Benemérita vinculada al honor: el éxito de una marca. 5.3. Honor, valores y cultura institucional. 6. CONCLUSIONES. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y DOCUMENTALES.

Resumen: El primer contingente de guardias civiles inició su despliegue en el otoño de 1844. Su reglamentación específica fue complementada un año después por la célebre Cartilla, código deontológico que basaba en el honor ético el sistema de valores del Instituto. La observancia estricta de esta reglamentación y un acertado estilo de mando, facilitaron que la Guardia Civil alcanzara pronto unos altos niveles de eficacia en el servicio y se situara en el primer plano de la seguridad pública en España. Sobre aquel modelo ético fundacional se fue construyendo una auténtica cultura institucional en la Guardia Civil, que contribuyó a consolidar un genuino espíritu de cuerpo. Actualmente, la Guardia Civil ha apostado por adoptar un código de conducta novedoso, aunque manteniendo su impronta castrense y basado en los valores y principios tradicionales que jalonaron siempre su trayectoria ética. Por ello, de cara a su implementación efectiva, es preciso analizar en qué medida siguen siendo válidos hoy aquellos valores de antaño. Qué significado tiene hoy que el honor siga siendo la principal divisa para quienes integran la Guardia Civil. Surgen, así, varias preguntas: ¿Tiene sentido hoy valorar el honor? Si es así, ¿cómo se mide? Más aún: ¿De dónde proviene el sobrenombre de Benemérita? ¿Tiene algo que ver con el honor? Resulta evidente la gran identidad en el plano estratégico entre lo que se denomina la cultura de una organización y la forma de ser de los guardias civiles de antes y de ahora. De nuevo, aparecerá al fondo el honor.

Abstract: The initial deployment of the Civil Guards commenced in the autumn of 1844, with their specific regulations being augmented the following year by the renowned Cartilla, an ethical code that anchored the Institute's value system in ethical honour. The rigorous adherence to these regulations, coupled with a commanding style that was fitting, swiftly propelled the Guardia Civil to high service efficiency and a leading position in Spain's public security. This foundational ethical framework fostered a genuine institutional culture within the Guardia Civil, reinforcing a true esprit de corps. Presently, the Guardia Civil is dedicated to implementing a new code of conduct that preserves its military essence, drawing upon the enduring values and principles that have historically shaped its ethical path. Consequently, it is imperative to examine the relevance of these historical values in contemporary times. It raises pertinent inquiries: What does honour signify for the Guardia Civil today? Is honour still a valuable concept in the present day? If so, what are the metrics for it? Additionally, the origin of the nickname 'Benemérita' and its connection to honour warrants exploration. It is evident that a strong correlation exists at the strategic level between the culture of an organization and the ethos of the Civil Guards, both historically and presently. Honour consistently emerges as a fundamental element in this context.

Palabras clave: Guardia Civil, código de conducta, ética, valores, honor.

Keywords: Guardia Civil, code of conduct, ethics, values, honour.


 

1. INTRODUCCIÓN

La Guardia Civil, institución militar nacida en 1844, gozó desde su misma creación de un código deontológico específico, la Cartilla del Guardia Civil, que basaba en el honor ético su sistema de valores. Tan alta exigencia moral, unida a un eficaz desempeño, pronto granjeó al Cuerpo la confianza de las instituciones y un gran prestigio ante los ciudadanos. Al mismo tiempo, aquella regulación fue base para construir una identidad corporativa revestida de un fuerte sentido de pertenencia y un acendrado espíritu de cuerpo.

Así configurado, aquel entramado ético, en que no estaban ausentes las Ordenanzas militares, unido a un acertado estilo de mando, se convirtieron pronto en un aspecto esencial de la cultura organizacional de la Guardia Civil que ha trascendido hasta nuestros días. Como consecuencia más palpable, ha permitido mantener unos altos niveles de eficacia en el servicio y situar a la Guardia Civil en el primer plano de la seguridad pública en España.

Vivimos tiempos en que cada vez es más demandada una regulación deontológica eficaz como valor añadido en todas las instituciones, por lo que las conductas éticas son más exigibles y exigentes. Esto es así hasta el punto de que los valores que defienden como propios las corporaciones, tanto públicas como privadas, y la forma en que los integran en su cultura organizacional, adquieren un carácter estratégico de primer orden.

En este escenario, la Guardia Civil dio cumplimiento al mandato de su Ley de Régimen de Personal aprobando un Código de Conducta, que fue publicado por real decreto en marzo de 2022. La implantación de esta norma en todos sus aspectos constituye el desarrollo de un nuevo marco ético institucional adaptado a las necesidades deontológicas actuales, que ha de confluir con el propio Sistema de Integridad de la Administración General del Estado.

La Guardia Civil se enfrenta, por tanto, al reto de actualizar aquel modelo ético que la prestigió y cohesionó internamente desde sus orígenes, de forma que, sin romper con la cultura tradicional, sea eficaz para el tiempo presente. Así, el Código de Conducta se ha estructurado sobre la base de valores, principios y normas claramente identificables y reconocibles desde la cultura tradicional de la Institución que, al mismo tiempo, deberán responder al saber ser de los guardias civiles de hoy. Es el momento de comprobar en qué medida siguen siendo válidos hoy aquellos valores de antaño, encabezados por el honor, que sirvieron de referente a sus miembros.

Para ello, es preciso analizar qué significado tiene hoy para el personal del Cuerpo, las instituciones y la ciudadanía en general, que el honor siga siendo la principal divisa de los hombres y mujeres que componen la Guardia Civil; esto es, en qué modo es percibido, se tenga o no una clara conciencia de a qué llamamos honor.

Como consecuencia de lo anterior, si los preceptos éticos tradicionales y actualizados son percibidos, valorados e interiorizados, en qué medida adquieren un carácter estratégico para la Guardia Civil en este momento, de forma que contribuyan a hacerla más confiable; más prestigiosa; más eficaz, en suma.   

 

2. EL MARCO ÉTICO FUNDACIONAL DE LA GUARDIA CIVIL

2.1. LA PRIMERA REGLAMENTACIÓN

Una vez que se organizó el primer contingente y se desplegó por la geografía nacional durante el otoño de 1844, la Guardia Civil comenzó sin demora su actuación frente al bandolerismo y otras formas de delincuencia, en sustitución de las patrullas del Ejército y de la Milicia Nacional, ahora desmantelada.

Para ello, fue preciso previamente completar la formación de los aspirantes a guardias civiles en sus acuartelamientos de instrucción. A la necesaria formación moral, debían unir el aprendizaje para adquirir o mejorar su alfabetización, su instrucción militar y el empleo de las armas; además de la instrucción específica para el personal de caballería. Igualmente, se impartió formación en la redacción de partes del servicio y diligencias policiales, actividades principalmente dirigidas a sargentos y cabos.

Además, resultaba imprescindible dotar al nuevo cuerpo de una regulación por la que regir la realización del servicio, fijar las funciones del Cuerpo y las de los diferentes empleos, y establecer el régimen de su personal. De hecho, tanto el real decreto de 28 de marzo como el de 13 de mayo de 1844, las dos normas fundacionales, preveían su desarrollo a través de sendos reglamentos, que vendrían a llenar este vacío. Eran estos, respectivamente, el Reglamento para el Servicio y el Reglamento Militar de la Guardia Civil.

Ciertamente, la naturaleza militar de la Guardia Civil, con su vinculación a la jurisdicción castrense, y la prestación de su servicio peculiar a las órdenes de la autoridad civil, condicionaron la normativa por la que había de regirse. Por tanto, este rasgo singular de la dualidad reglamentaria venía a ser la confirmación de que la Guardia Civil, conforme a su doble naturaleza y a su dependencia de los Ministerios de la Guerra y de Gobernación, debía acomodar su estatuto personal y su regulación para el servicio bajo normas diferentes, pero complementarias entre sí[1].

El Reglamento para el Servicio, en cuya redacción no participó el duque de Ahumada, se elaboró sobre la base de los trabajos previos realizados por Patricio de la Escosura, antes de su cese como Subsecretario de Gobernación a comienzos de mayo de 1844, con el nuevo Gobierno de Narváez. Al frente de este Ministerio se había situado Pedro José Pidal, amigo personal del general de Loja, que quiso dar a aquel reglamento un cierto carácter de provisionalidad[2], guiado por la prudencia, hasta que quedaran más definidas las funciones, relaciones y dependencias del nuevo cuerpo.

El Reglamento para el Servicio se aprobó el 9 de octubre de 1844[3], cuando todavía se estaba iniciando el despliegue del contingente inicial de guardias civiles. Como uno de los aspectos relevantes para nuestro estudio, es importante resaltar cómo, ya en el preámbulo de esta norma, aparece reflejado uno de los signos distintivos de la Guardia Civil, que se convertirá en auténtica seña de identidad, como es su carácter benefactor[4]. Así, se instaba al cuerpo a que: «empiece sin demora a llenar su importante encargo, y pueda corresponder bien desde su origen al carácter protector y benéfico de esta institución». Aquel espíritu se desarrollaba posteriormente en el artículo 32, en que se recogían con detalle las situaciones en que los guardias civiles debían actuar en auxilio de quienes lo precisaran. También se consideraban en aquel reglamento importantes prevenciones para la conducta de los agentes con los ciudadanos, como en el artículo 56, que obligaba al guardia civil «a conducirse con la mayor prudencia y comedimiento».

En cuanto al Reglamento Militar de la Guardia Civil, se aprobó unos días más tarde que el anterior[5]. El duque de Ahumada había trabajado en un primer y extenso borrador que entregó el 16 de mayo[6], por lo que debió redactarlo en paralelo a la confección del segundo real decreto fundacional. Pero muchas de las propuestas que Ahumada vertía en aquel proyecto, como las relativas a la prestación del servicio y, sobre todo, su nuevo intento de integrar plenamente a la Guardia Civil en el Ejército, no fueron aceptadas.

El texto definitivo del Reglamento Militar fue redactado por una comisión de cuatro oficiales de la Subsecretaría de Guerra, y sendos representantes de los Ministerios de Gobernación y de Gracia y Justicia, siguiendo las recomendaciones del dictamen previo del Tribunal Supremo de Guerra y Marina[7]. También en este documento podemos resaltar algunos aspectos de relevancia ética e institucional, como su capítulo VI, dedicado a la disciplina; y en particular, su artículo 1, que resaltaba su gran importancia en la Guardia Civil, en unión con otros principios, por la gran diseminación de las unidades del Cuerpo. Con muy ligeras variaciones, este artículo se ha mantenido con la redacción original, inspirada en el Reglamento de los Carabineros de Costas y Fronteras de 1829, hasta la última versión del Reglamento Militar, de 1942.

2.2. CONSOLIDACIÓN DE LA REGULACIÓN INTERNA: LA CARTILLA DEL GUARDIA CIVIL

Aquella primera reglamentación se fue completando con diversas reales órdenes promovidas desde la Inspección General, y circulares dirigidas por el duque de Ahumada a los jefes de tercio y unidades subordinadas para el mejor desempeño del servicio. Pero también incluyeron desde el primer momento diversas prevenciones morales que ya apuntaban en la línea ética que quería inculcar el duque de Ahumada en los primeros guardias civiles.

Hay abundantes y buenas muestras de aquellas primeras normas, pero citaremos solo algunas, a modo de ejemplo. En una real orden de 5 de octubre de 1844, cuando apenas se estaba iniciando el despliegue territorial de los primeros guardias, se hablaba ya claramente de la formalidad y la gravedad que debía presidir su actuación en el servicio, mostrando una alta dignidad ante los ciudadanos, que les revistiera de una natural autoridad. En otra circular de 20 de diciembre de 1844, se busca inculcar la motivación y el compromiso, tan importantes al comienzo de cualquier empresa de tal envergadura. Más tarde, mediante circular de 4 de mayo de 1846, se insiste en la estrecha relación que debe existir entre los mandos y los subordinados, demostrando mutua confianza y aprecio. Sobre estos aspectos se incidirá con frecuencia, con referencias al respeto mutuo, las muestras externas de disciplina y el ejemplo de los oficiales.

En cuanto a la ejecución del servicio, también eran frecuentes los documentos que instaban a actuar con responsabilidad e iniciativa, a promover la autoexigencia, a extremar la corrección en el trato o a mostrar una vocación benefactora. La base de todo ello había de ser una integridad sin tacha, una honradez y rectitud que rigieran como principios de conducta y que, bajo la perspectiva de los primeros años, sirvieran de base para fundamentar un liderazgo ético.

La publicación de aquellos dos reglamentos había permitido la puesta en marcha de la Guardia Civil, y la emisión frecuente de las reales órdenes y circulares, suponía un importante complemento doctrinal y ético. Pero era lógico pensar que Francisco Javier Girón sintiera una cierta frustración por la escasa influencia que, finalmente, había tenido en la definitiva redacción de los reglamentos, pese a sus desvelos. En todo caso, cabe decir que aquellos textos no respondían a sus expectativas, pues su impronta se estaba limitando -y no era poco- a la propuesta de reales órdenes y la emisión de circulares. Tras los primeros meses de andadura del Cuerpo, Ahumada echaba en falta una mayor regulación de la prestación del servicio, que se había mostrado insuficiente con el primer reglamento. Además, en el estatuto militar de los guardias civiles se les otorgaba un papel más cercano al del soldado de reemplazo bajo la guía de sus mandos, según el espíritu de las Ordenanzas para este personal, que al de un agente del orden con capacidad y autoridad para actuar en solitario. El nuevo sistema policial importado de la Gendarmería Real, basado en la patrulla por parejas, requería de una regulación mucho más exigente y precisa.

Pero, sobre todo, el duque de Ahumada echaba en falta un código de conducta que guiara el comportamiento de aquellos hombres en un servicio muy delicado, investidos de autoridad y portando armas. Así, el fundador del Cuerpo había firmado una de sus primeras circulares el 16 de enero de 1845[8], con la que pretendía imbuir a los mandos recién incorporados al Cuerpo de las cualidades morales que debían mostrar los guardias civiles, y cómo habrían de ser comprobadas y exigidas en sus revistas periódicas. Aquella circular ponía de manifiesto cómo el duque de Ahumada barruntaba la redacción de una nueva norma, de mayor calado ético, que viniera a completar la trilogía organizativa.

De este modo, el duque de Ahumada dedicó el verano de 1845 a la redacción de la norma que llevaría grabado su sello inconfundible: la Cartilla del Guardia Civil. El texto fue enviado sin dilación al Gobierno para su aprobación, pero fue devuelto en el mes de octubre para que realizara algunas correcciones. Aquella norma se atrevía a separarse en algunos aspectos del Reglamento para el Servicio, e incluso consideraba ya al puesto como unidad organizativa dotada de una cierta autonomía. Así, establecía una extensa regulación de las funciones de su jefe: el comandante de puesto, elemento fundamental en la prestación del servicio de la Guardia Civil desde sus comienzos. Pero estas figuras eran inexistentes en los decretos fundacionales y en sus reglamentos de desarrollo. Tal vez por ello, para obtener la aprobación de la norma tuvo que incluir aquella novedosa regulación sobre el comandante de puesto, a lo largo de 32 artículos, en un apartado independiente en la primera edición de la Cartilla, segregándolo de la versión inicial. El texto modificado fue remitido de nuevo al Gobierno el 13 de diciembre y, finalmente, la Cartilla recibió la aprobación definitiva una semana después, por Real Orden de 20 de diciembre de 1845[9].

El compendio normativo que constituía la primera edición de la Cartilla del Guardia Civil constaba de tres títulos. El primero, con esa misma denominación, se dividía a su vez en tres partes: la Cartilla, propiamente dicha, integraba la primera de ellas; la segunda, dedicada a las funciones de los comandantes de puesto; y la tercera, que incluía modelos de sumarias (atestados o diligencias policiales) y formularios de utilización frecuente en el servicio. El segundo título lo constituían –por este orden- los textos de los Reglamentos Militar y para el Servicio. El título tercero, por último, lo componían las Obligaciones del cabo y el soldado de infantería, así como los de caballería y dragones, que se contenían en las Ordenanzas Militares.

En cuanto al texto específico de la Cartilla, el capítulo primero, dedicado a las prevenciones generales para el cumplimiento de las obligaciones de los guardias civiles, es el más conocido, por ser el que compendia la base del código ético de la Institución. Comenzaba este capítulo con su artículo más famoso y que, de alguna forma, resumía el espíritu que el duque de Ahumada quiso inculcar en los miembros del Cuerpo: «El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás». A lo largo de este capítulo, Ahumada desarrollaba con claridad su idea del guardia civil, exponiendo con detalle cuál había de ser el comportamiento de los miembros del Cuerpo en toda ocasión, la prudencia y proporcionalidad de su respuesta ante las complejas e inciertas situaciones a que habrían de enfrentarse, y el espíritu benefactor que debía moverles a auxiliar a todo el que lo necesitara o se hallare en peligro.

El capítulo segundo de la Cartilla estaba dedicado íntegramente a la prestación del servicio en los caminos, cometido fundamental en que volcarán su esfuerzo los primeros guardias civiles para erradicar el bandolerismo. Los restantes diez capítulos que completaban el texto se referían a otras funciones encomendadas al Cuerpo: la reglamentación sobre armas; pasaportes; caza; pesca; montes y policía rural; la captura de desertores del Ejército, y los prófugos de las quintas y presidios; la actuación ante incendios, inundaciones y terremotos; los juegos prohibidos; la represión del contrabando y los servicios de conducción de presos. Se desarrollaban, en fin, aspectos específicos del servicio peculiar de la Guardia Civil que, en cambio, se habían obviado en el Reglamento destinado a ello.

Tras la publicación de la Cartilla, la Guardia Civil se encontraba ya en condiciones de desempeñar eficazmente sus funciones, pero, sobre todo, disponía de la guía moral que, para sus actuaciones, le proporcionaba su capítulo primero, como exigente código ético, sin igual.

3. LA CARTILLA DEL GUARDIA CIVIL EN UN MOMENTO DE CRISIS DE VALORES

3.1. EL CONCEPTO DEL HONOR EN EL CONTEXTO SOCIAL Y MILITAR DE LA ÉPOCA

Alfred Victor, conde de Vigny (1797-1863), ingresó como oficial en el Ejército francés en 1813, deslumbrado por los éxitos militares de Napoleón, aunque renunció con el empleo de capitán en 1827, defraudado por su experiencia en la milicia. Más tarde, llegó a ser uno de los mayores poetas del romanticismo francés. Moralista controvertido, defendió planteamientos contradictorios acerca de la moral militar y el cumplimiento del deber[10]. Pero como contrapunto a las posturas racionalistas imperantes en la época, también sacralizó el concepto del honor, que elevó con su pluma a lo más alto. Así, acuñó sugestivas concepciones sobre el honor, del que afirmó que «consiste en hacer hermoso aquello que uno está obligado a realizar», y que llegó a identificar como «la poesía del deber». Además, según afirmaba:

«El Honor es la conciencia (…). Es el respeto a sí mismo y a la belleza de la vida llevado hasta la más pura elevación y hasta la pasión más ardiente». «Es un pensamiento (…) independiente de los tiempos, de los lugares, y hasta de las religiones; un sentimiento orgulloso, inflexible; un instinto de una incomparable belleza. Esta fe, que me parece existe en todos aún y que reina como soberana en los ejércitos, es la del HONOR»[11].

Porque, de hecho, como a continuación se preguntaba, «¿no es, sobre todo, de una soberana belleza cuando es practicado por el hombre de guerra?»[12].

Seguramente, el organizador de la Guardia Civil no llegó a coincidir con el escritor francés, coetáneo suyo, aunque es muy probable que le conociera por sus obras literarias. Pero lo cierto es que, desde convicciones morales diferentes, esta concepción del honor se aproximaba, sin duda, a la que concebía el duque de Ahumada para aquellos primeros guardias civiles, cuando redactó la Cartilla. El honor, como conciencia interior de hacer en todo momento lo correcto. De obrar el bien. De sentir la íntima satisfacción por haber cumplido con el propio deber.

Pero también se concebía una dimensión externa del honor, mucho más extendida en la época que la que nos transmitió el conde de Vigny, porque engarza en mayor medida con los honores ancestrales, a los que más tarde nos referiremos, que no siempre han tenido una auténtica dimensión ética. Esta acepción del honor es la que transmite hacia los demás la reputación y la honorabilidad que despiertan las propias actuaciones, que se traducen en el buen nombre o la fama. Y es esta dimensión la que defendía en la misma época Arthur Schopenhauer (1788-1860), uno de los filósofos más influyentes del siglo XIX, de origen alemán y coetáneo del conde de Vigny y el duque de Ahumada. Schopenhauer ofrecía una concepción sobre el honor bien diferente a la del romántico francés. Pesimista ante la vida, defendía que «el secreto para no ser demasiado infeliz es no esperar ser demasiado feliz». Era gran admirador de Goethe, Homero, Shakespeare y los escritores del Siglo de Oro español, especialmente de Francisco Suárez y Baltasar Gracián, a quien tradujo al alemán y a quien leía y citaba siempre en español. Reflexionó sobre el honor, condenando aquellas concepciones caballerescas que ya consideraba totalmente superadas en su época, postulados que plasmó en un conocido opúsculo, eminentemente práctico, que llevaba por nombre «El arte de hacerse respetar» y que él mismo solía titular como «Tratado sobre el honor»[13]. Resumiendo, tenía Schopenhauer una concepción mucho más simple: «El honor es la opinión que tienen los demás acerca de nosotros».   

En medio de aquellos debates filosóficos de la época, el duque de Ahumada tenía muy interiorizados este y otros valores intrínsecamente unidos al del honor, como la dignidad personal o la integridad. De hecho, podríamos decir que en el entramado ético de Ahumada, honor, dignidad e integridad conforman una tríada de supravalores que trascienden todos los comportamientos éticos y sustentan las conductas ejemplares propias del liderazgo ético que el organizador de la Guardia Civil quiso inculcar desde el primer momento. Francisco Javier Girón se había educado en aquellos valores, de acuerdo con una larga tradición militar, a través de sus antepasados; y los había ejercitado sobre la base de una sólida formación humana e intelectual recibida, que daba continuidad a un antiguo linaje familiar y a la condición nobiliaria que había heredado.

Con las ideas de la Ilustración, este concepto había ido adquiriendo unos perfiles que se movieron entre la consideración del honor como un código moral de conducta y su plasmación en un sentido burgués de la vida, que apelaba a la propia dignidad de la persona. Era una nueva forma de entender la identidad individual a través del desempeño profesional y la independencia económica, como reflejo de un estatus social. Su proyección, por tanto, se manifestaba por medio de su imagen pública y el reconocimiento ante los demás[14].

Por tanto, en el siglo XIX había ido fraguando un nuevo sentimiento del honor, pero ligado fundamentalmente a las élites, a la burguesía y, en todo caso, a personas de un cierto nivel y clase social, únicas entre las que se reconocían en aquella época a las «personas de honor». Además, aunque se afianzó el papel de la justicia como instrumento para la defensa del honor personal, subsistieron pautas morales que se amparaban en códigos de honor para su defensa en los espacios más íntimos por determinadas clases, que derivaron en la creación de jurisdicciones especiales, como los tribunales de honor[15]. Por último, la lentitud de la justicia para resolver las causas crecientes por delitos vinculados a la honorabilidad y el buen nombre de las personas contribuyó, no solo a dar continuidad, sino al gran auge que la práctica del duelo adquirió en el siglo XIX[16], como forma eficaz y resolutiva de reparar la honra mancillada en el «campo del honor». Volvía a tomar forma, en cierto modo, el «honor caballeresco», aquel que era «hijo del tiempo en que los puños eran más diestros que la capacidad de juzgar», como lo calificaba Schopenhauer.

Pero al mismo tiempo, aquella revitalización del sentimiento del honor en ciertas esferas que tuvo lugar durante el siglo XIX, no tuvo una necesaria correspondencia en los códigos éticos de la época, y menos aún para profesionales que no procedían ni de la aristocracia ni de las clases burguesas emergentes en el nuevo Estado liberal.

De hecho, comenzaban a desarrollarse entonces códigos deontológicos centrados y limitados a la actividad profesional. La vivencia de virtudes y valores que debían acompañar al desempeño en el trabajo cedieron terreno, en el plano moral, ante el cumplimiento de los deberes propios de su ejercicio, de acuerdo con la deontología kantiana. Así, la virtud quedó relegada a un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento del deber[17]. La consecuencia fue que el pensamiento burgués, dominado por los valores económicos y mercantiles, arruinó el poco prestigio que ya tenían las virtudes, elevando a ese plano el celo por el trabajo, el sentido del ahorro, la propiedad y el respeto a los convencionalismos sociales, y dejando de lado aspectos como la excelencia moral[18]

Si trasladamos este modelo a la institución castrense, tenemos que reparar, necesariamente, en las ya citadas Reales Ordenanzas de Su Majestad para el régimen, disciplina, subordinación y servicio de sus Ejércitos, promulgadas por Carlos III en 1768. Hay que comenzar diciendo que el primer proyecto, iniciado ya con Fernando VI, se había publicado en 1764 como Colección General de las Ordenanzas Militares, pero Carlos III encargó que fueran completadas con la inclusión de principios éticos que perduraran en el tiempo y constituyeran un referente moral para los militares. Así, hubo que esperar cuatro años a que se publicaran las definitivas Reales Ordenanzas, que no fueron acogidas, precisamente, de forma pacífica, ni por los militares que abogaban por las ideas racionalistas de la Ilustración, ni por los más anclados a los postulados del Antiguo Régimen. Dicho de otra forma, aquellas modernas Ordenanzas habían nacido para poner al viejo modelo del oficial aristocrático frente al nuevo oficial burgués, que surge del pueblo[19] al que va a servir.

Superadas aquellas primeras controversias, ya desde los comienzos del siglo XIX fueron varios los intentos por modernizar y adecuar a los tiempos las prevenciones de aquellas Ordenanzas, algunas de cuyas regulaciones habían quedado obsoletas. La previsión más decidida se llevó a cabo durante el Trienio Liberal y la encontramos en el artículo 169 -el último- de la Ley Constitutiva del Ejército de 1821, que ordenaba al Gobierno una reforma de las Ordenanzas militares para adecuarlas a aquella norma, refundir en ellas las reales órdenes que se hallaban dispersas y someter el texto resultante a la aprobación de las Cortes, de acuerdo con lo previsto en la Constitución de 1812. Pero lo cierto es que no se llevaron a cabo aquellas actualizaciones.

Ni que decir tiene que, en cuanto al tema que nos ocupa, los valores fundamentales de la institución militar estaban reservados, sobre todo, a los oficiales, en los que residían el honor y el espíritu militar, indisolublemente unidos como referente ético para sus actuaciones. Esta exigencia moral estaba ausente, en cuanto a regulación, para las clases de tropa. En la parte de las Ordenanzas relativa a las obligaciones del cabo y el soldado, las escasísimas referencias al honor que podemos encontrar están dirigidas, en todo caso, a los oficiales. Este hecho, no obstante, era conforme con las convenciones sociales de la época, a que ya nos hemos referido, y a la extracción social de la tropa de reemplazo, procedente siempre de las clases más desfavorecidas y de menor nivel cultural. Esta realidad social era una de las consecuencias más evidentes de la práctica de la redención a metálico para rehuir el servicio militar obligatorio por aquellas familias que se lo podían permitir, entre la nobleza y la burguesía.

Además, el concepto de honor, devaluado en la sociedad y casi circunscrito a la esfera de la reparación por la afrenta personal, se diferenciaba del honor militar, que era tenido en el ámbito castrense como de mayor reconocimiento y valía. Así, veinticinco años después de la creación de la Guardia Civil, Almirante (1869) distingue en su Diccionario Militar el honor en abstracto de la honra, que es propia de la persona, implica calidad y se trae a la milicia «desde el hogar paterno». Por encima estaría el honor militar, que «dista mucho del honor del duelista (…). Hay en el honor militar idea más elevada y filosófica que la simple satisfacción de la honra o, muchas veces, del “amor propio” ultrajado». Concibe el honor del militar en el plano del comportamiento en combate, encuadrado en su unidad, codo a codo con el compañero hasta vencer o morir. Y, de nuevo, la concepción napoleónica: «La gloria y el honor de las armas que tan calurosamente inculcaba Napoleón I como prenda segura de victoria, es el más noble y elevado de los sentimientos, por lo mismo que nada tiene de personal, ni interesado»[20].

3.2. LA CARTILLA, UN ISLOTE DE REGULACIÓN ÉTICA EN EL SIGLO XIX

Para analizar en su justa medida el alcance y la dimensión de la Cartilla del Guardia Civil en el momento de su publicación, hay que ponerla en relación con la ética militar del momento y su sustrato filosófico.

Partimos, para ello, de la ética normativa, que podemos definir como la rama de la ética que estudia los diferentes criterios que resultan aplicables para determinar cuándo una acción es o no moralmente correcta. Dicho de otra forma, la ética normativa busca argumentos, basados en principios generales, que expliquen por qué han de adoptarse determinadas normas y cuál ha de ser su contenido ético.  

En la ética normativa encontramos tres teorías o corrientes fundamentales, que inciden sobre el enfoque con que se abordan los diferentes dilemas morales, en su regulación normativa.

La primera de estas corrientes es la «ética de las virtudes», de origen platónico y perfeccionada por Aristóteles, que ocupa todavía un lugar fundamental en nuestra cultura occidental. Se basa en que las acciones de las personas son éticamente correctas en la medida en que actúan movidas desde su inclinación al bien, por la interiorización de valores y virtudes, y la formación del carácter[21]. Ciertamente, la virtud es la encarnación operativa del valor, al que da estabilidad al hacer que su vivencia se prolongue en el tiempo, por construirse mediante la repetición de conductas o hábitos buenos, que proceden del interior de la persona. Los valores a que aquí nos referimos -el honor, la integridad o la lealtad pueden ser buenos ejemplos- necesitan de la virtud, en suma, para traducirse en un comportamiento ético; porque esa virtud es, precisamente, la decisión ética de llevar a la práctica los valores. Esta corriente de la ética de la virtud tuvo un fuerte arraigo y fue claramente predominante en el pensamiento ético en la cultura europea occidental hasta la llegada de la Edad Moderna. Pero es entonces cuando surgió una crisis en el pensamiento ético aristotélico, arrastrado por las ideas de la Ilustración, que no se recuperará hasta bien entrado el siglo XX. 

La segunda teoría es la «ética del deber», de raíz kantiana, que tiene su origen en el racionalismo de la Ilustración. Se basa en el imperativo categórico definido por Kant, que es universal y para todas las personas. Es la deontología, según la cual, la actuación moral deriva del cumplimiento de un deber a que se está obligado, con independencia de que sus consecuencias resulten o no favorables para el sujeto que lo realiza. Además, el cumplimiento de normas morales permite contrarrestar los impulsos naturales, que llevarían a apartarse del deber, desde la óptica kantiana. La disciplina, en abstracto, puede considerarse un principio con pleno encaje en la ética de Kant. Considerando los principios y normas deontológicas de comportamiento, se fraguó a comienzos del siglo XIX la ética aplicada al ejercicio de diferentes profesiones. Ahí tienen también su origen las Reales Ordenanzas Militares de Carlos III y que, en su vertiente de código deontológico castrense, fue de aplicación a la Guardia Civil desde su creación.

Por último, la tercera corriente es la del «consecuencialismo», y en particular, en la forma denominada «utilitarismo», que también tuvo su origen a finales del siglo XVIII, formulada por Jeremy Bentham en 1789, el año en que estalló la Revolución Francesa. Esta teoría tiene en cuenta la situación como factor esencial para tomar la decisión más correcta y, por tanto, considera que las acciones han de ser juzgadas moralmente de acuerdo con el resultado de sus consecuencias, y en qué medida son favorables para la mayoría. Un ejemplo claro lo podemos vislumbrar en la oportunidad o no del uso de la fuerza, y criterios para su limitación y contención, de acuerdo con la situación.  

Si bien hay ejemplos de estas tres teorías de la ética normativa en la ética militar y, por tanto, en la regulación de la conducta del militar español a lo largo de la historia, lo cierto es que se ha centrado mayoritariamente en normas deontológicas (la ética del deber)[22]. Al mismo tiempo, los valores y determinados principios castrenses, arraigados en las virtudes, han sido objeto de un aprendizaje más transversal, en el ámbito de la formación militar y en el desempeño diario en las propias unidades. Otro tanto cabe decir respecto a la valoración y el juicio sobre el resultado y las consecuencias de las actuaciones en el servicio.

Como hemos expuesto, la ética de las virtudes había sido seriamente cuestionada, sobre todo, a partir de la Ilustración. La vida virtuosa, como plenitud de vida humana, dejaba de acomodarse a la mentalidad moderna, que huía de establecer una visión unitaria y global de la vida para no interferir en la libertad personal y el proyecto de cada individuo, limitándose a buscar normas de colaboración, indispensables para obtener la paz social, el bienestar y la utilidad. Las virtudes, así, pasaban a ser consideradas como medios o instrumentos para lograr la mejora de la sociedad civil, al mismo tiempo que un refuerzo de la voluntad al servicio del cumplimiento del deber[23]. Así surgieron las corrientes kantiana y utilitarista, como hemos visto.

Además, hay que resaltar nuevamente el aspecto clave que supuso en los albores del siglo XIX en España el florecimiento de la burguesía y su pensamiento, dominado, como ya expusimos, por los intereses económicos. Las virtudes descendieron otro peldaño desde su primigenia concepción, para dejar paso a nuevos valores como el celo por el trabajo, la importancia del ahorro y el aprovechamiento de las oportunidades para hacer fortuna, llevando hasta niveles hasta entonces desconocidos el sentido de la propiedad privada.

Y en ese nuevo escenario nació la Guardia Civil, y no por casualidad. Una vez superados los conflictos bélicos que paralizaban el desarrollo en España, y de forma más reciente, la primera guerra carlista, la creación del Cuerpo fue vista por muchos nuevos propietarios como una oportunidad única para la salvaguarda de sus intereses. Pero la Guardia Civil de Ahumada aspiraba a mucho más; a convertirse en garantía de seguridad y estabilidad -también, económica- para toda la sociedad sin distinción, y no sólo para las fortunas, ya fueran decadentes o emergentes. Y el desempeño de este papel iba a exigir un nivel ético y moral muy alto en aquellos servidores públicos.

Una vez dibujado el marco ético de aquella sociedad, nos centraremos en la Cartilla del Guardia Civil, que iba a nacer claramente en horas bajas de la moral pública. Ya adelantamos que esta norma recogía, fundamentalmente en su capítulo primero, lo que podríamos denominar el código moral básico por el que habría de regirse desde entonces el personal del Cuerpo. Contemplaba este capítulo un total de treinta y cinco artículos que recogían, en una regulación poco sistemática, y agrupando conceptos diferentes en un mismo artículo, una serie de normas de actuación en el servicio, y también de urbanidad, cortesía militar y protocolo, orientadas en buena medida al trato con los superiores del Cuerpo y los ajenos al mismo, así como con autoridades civiles y la población en general. Pero lo más relevante de este capítulo es la consideración, de forma más o menos directa, de un completo elenco de valores; algunos, más explícitos y otros, no tanto; además de una serie de principios y normas de comportamiento. Así, podemos identificar en la Cartilla esta triple división en la regulación ética: valores, principios y normas, aunque con trazos difusos, aproximándonos de lo general a lo específico, o desde la abstracción a lo más concreto.

Lo más destacado, por tanto, es que, con esta norma emanada de la pluma de Ahumada, se recuperaban contra todo pronóstico, como un paso más en la organización de la Guardia Civil, preceptos ligados a la ética de las virtudes, que brillarán como una lámpara sobre el candelero de la regulación moral y profesional en pleno siglo XIX. Veámoslo con más detalle.

En primer lugar, como presidiendo todo el contenido de la Cartilla, se reconoce claramente al honor como principal seña de identidad del guardia civil, y la consiguiente responsabilidad que éste asume para conservarlo intacto. De la relevancia que este precepto tuvo desde sus comienzos en el conjunto de los postulados éticos en la Guardia Civil, nos advierte Díaz Valderrama (1858) en el primer libro de historia del Cuerpo. Al comentar los artículos de la Cartilla, así lo define al referirse al primero de ellos:

«Honor es el conjunto de todas las buenas acciones con que el hombre conquista el aprecio de sus jefes o superiores, y aun de sus iguales o inferiores: es no faltar nunca a la bandera que se ha jurado, a la palabra que se dio, a los deberes que nos impone nuestro estado; es no cometer ningún delito que nos haga perder nuestra condición de honrados; es conducirnos siempre con circunspección, modestia, finos modales. Y de seguro no tiene honor el embustero, el que se embriaga por vicio, el tramposo, el que procura eludir sus deberes. El hombre de honor cabe en todas partes; el que no le tiene, nunca posee la confianza de los demás por completo. El honor es la divisa de todo lo grande y bueno; como el deshonor, la nube que todo lo eclipsa, la clave de todos los males. El uniforme sin honor no tiene fuerza moral; el valiente se vuelve cobarde. En el crisol del honor se funden las acciones más heroicas. El hombre de honor nunca vuelve la espalda al peligro. El hombre sin honor es un ente sin sombra; el honor no tiene límites en el hombre; y si es, además, hombre de genio, ni los halagos, ni la calumnia, ni los peligros pueden hacer mella en su alma de bronce»[24].

Apreciamos aquí un concepto mucho más amplio del honor del que se nos presentaba en el apartado anterior. En línea con la concepción de Ahumada, en este sentimiento del honor, bellamente descrito por el autor, distinguimos con claridad la faceta del honor militar, pero también de la conducta íntegra y limpia al margen de las armas, del afán por hacer lo correcto en todo momento y de mostrarse como persona virtuosa ante los demás.

También se incide en la Cartilla -nada menos que en seis artículos- en la importancia de la dignidad personal; en conservar la integridad y la honradez; en las virtudes cardinales aristotélicas de la templanza (cuatro artículos), la prudencia, la fortaleza y la justicia. También se recogen la responsabilidad personal; la lealtad; la exactitud en el cumplimiento del deber; y, con insistencia, la vocación de servicio (cuatro artículos) y, por supuesto, el valor (otros seis).

En cuanto a los principios, destacan la disciplina y subordinación, el prestigio y la fuerza (autoridad) moral, el compañerismo, y el espíritu de servicio y benemérito (en otros cuatro artículos). Se trata de principios permanentes cuya observancia permitirá al guardia civil un desempeño eficaz y, por supuesto, ético.

Y las normas de comportamiento recogen la importancia de la serenidad y autocontrol, o el uso proporcional de la fuerza en las actuaciones, aspectos sobre los que pivotará el resultado de esas acciones y sus consecuencias (utilitarismo), presididos por la virtud de la prudencia. También se destinan cinco artículos a incidir sobre la corrección en el trato y la cortesía militar, que se complementan con otros cinco dedicados al aseo, la imagen pública y la compostura que debe presidir la actuación, no solo en el servicio, sino en todo momento. En los catorce últimos artículos, se recogen diversas normas para la prestación del servicio, que toman como base de conducta el conjunto de valores y principios que anteceden.

Ciertamente, todos estos postulados que hemos enunciado, aun siendo elevados y exigentes, podrían constituir el código deontológico de una organización policial actual, con el suficiente calado histórico, profesional y de prestigio social. Pero si esas mismas exigencias las trasladamos a la convulsa España de la primera mitad del siglo XIX, podemos decir que resultaban absolutamente revolucionarias para la época[25].

Pero aún hay más. Ya hemos incidido en que no corrían buenos tiempos para hacer alarde de este tipo de valores, tanto colectivos como personales, en una norma de obligado cumplimiento. Su observación, además, implica y presupone la existencia de un amplio abanico de virtudes personales, que se manifiestan como la representación operativa de aquellos valores. Pero lo más sorprendente es que no resultaba esperable, en absoluto, aquella exigencia moral reglada entre las clases desfavorecidas de la sociedad, de las que habían de proceder, necesariamente, aquellos primeros guardias civiles. Y ello, no porque entre las gentes de tal extracción social fuera más dificultoso encontrar personas virtuosas -la honradez era una de las virtudes más reconocidas entre las capas sociales tan necesitadas-, sino por determinados valores colectivos que la sociedad no apreciaba en ese entorno. Ciertamente, reconocer y exigir valores como el honor y la dignidad para personal militar de tropa, como eran los guardias civiles hasta el empleo de sargento primero, era algo tan sorprendente como revolucionario en 1845.

En el terreno más cercano a la sociedad, era la honradez la base del comportamiento del guardia civil y, tal vez, la cualidad más apreciada por sus conciudadanos. Sobre esta virtud se asentaba en aquellos agentes del orden un profundo respeto por las personas y por sus propiedades. Aquella sensibilidad estaba entonces claramente en línea con la concepción burguesa emergente en la sociedad del naciente Estado liberal, y con la importancia que había alcanzado la propiedad privada y su protección, tras los procesos desamortizadores de los años anteriores.

Además, había otros capítulos de la Cartilla que recogían preceptos de gran calado ético, respecto al comportamiento que debían observar los guardias civiles. En el capítulo noveno, dedicado a la intervención en incendios y otras catástrofes, se insiste en el deber de prestar cuantos auxilios estén al alcance del guardia civil en estas situaciones. Pero lo más sorprendente es el rigor del lenguaje empleado en el capítulo doce, referente a la conducción de presos. Las personas así conducidas, generalmente por el Ejército, la Milicia Nacional u otros cuerpos regionales o provinciales, eran objeto, con frecuencia, de abusos y maltrato de la población en los lugares por donde pasaban, por lo que Ahumada recoge categóricamente que el guardia civil «debe perecer» antes que permitir cualquier tipo de trato degradante o humillación alguna hacia las personas que se encuentran bajo su custodia. De nuevo, sobresale por encima de todo el mandato de proteger al vulnerable y la relevancia de la dignidad personal.  

Aquella exigencia ética de la Cartilla, en conjunto, ponía al guardia civil en un plano claramente superior al de sus conciudadanos y representaba una gran responsabilidad para sus jefes, los mandos del Cuerpo que debían velar por su observancia. Además, ese nivel moral tan elevado, exigido y compartido, derivaba en un fuerte compromiso que asumía el guardia civil par a estar a la altura de lo que de él se esperaba, tanto por sus jefes como por los ciudadanos, lo que también contribuía, sin duda, a generar una mayor autoestima.

El efecto que tuvo en la forma de ser y actuar de los primeros guardias civiles nos permite concluir que, si fuera preciso resaltar algún aspecto sobresaliente en la etapa fundacional del Instituto, que se incorporara como seña identitaria en el acervo de la cultura institucional de los guardias civiles, éste fue, sin lugar a dudas, la Cartilla del Guardia Civil[26]. Podemos afirmar que la Cartilla se configuró como un plus sobre las Ordenanzas Militares y sobre los propios reglamentos, en cuanto a regulación ética y para la prestación del servicio de aquel singular colectivo militar, convirtiéndose en una norma adelantada a su tiempo. Además, contribuyó de forma definitiva a forjar un cuerpo de enorme prestigio en la institución castrense y único entre las fuerzas policiales a lo largo de todo el siglo XIX.

3.3. UN ESPÍRITU DE CUERPO ASENTADO EN VALORES

El punto de partida que supuso la Cartilla para el aprendizaje y la interiorización de valores, la formación del carácter y el consecuente ejercicio de las virtudes por los primeros guardias civiles, tuvo su continuidad en la precisa regulación interna, la ejemplaridad de los mandos y la autoexigencia -con un fuerte componente ético- de un colectivo cada vez más cohesionado y con una identidad corporativa más definida. Todo ello, sustentado en aquellos supravalores que hemos identificado del honor, la dignidad y la integridad, fue capaz de construir un auténtico espíritu de cuerpo, una cultura institucional que facilitó el asentamiento de un liderazgo ético perdurable.

Porque forjar una cultura institucional sobre valores, como hizo la Guardia Civil desde sus comienzos tiene, ante todo, una base antropológica; es decir, se asienta en la realidad de cómo son y actúan las personas. Decía Confucio: «He visto hombres incapaces de ciencia; pero no los he visto nunca incapaces de virtud». Y así es. También Aristóteles afirmaba en su Ética a Nicómaco que «el bien es el fin de todas las acciones del hombre». Tan solo hay que golpear en el pecho de las personas en la forma adecuada y en el momento oportuno.

Entonces no eran conocidos como valores, aunque hoy los identifiquemos como referentes para el comportamiento ético. Por eso, tenemos que ponerlos en contexto, para que adquieran su sentido cuando los referimos a los hombres que abrieron camino en la Guardia Civil en la mitad de un convulso siglo XIX. Porque ya hemos advertido que los valores son, realmente, constructos de los que nos servimos para identificar aquello que queremos alcanzar y lograr ser en cada momento. Por tanto, sería absurdo caer en la superioridad moral de quien cree atesorar unos valores propios, ya que estos se manifiestan con la conducta diaria. En definitiva, somos lo que hacemos; en aquella época igual que hoy. Por encima de convencionalismos o definiciones más o menos precisas, eso es lo que une al guardia civil de aquel primer contingente que echó a andar en 1844 con el que ejerce su profesión en el primer cuarto de siglo XXI: su comportamiento efectivo, su modo de enfrentarse a una concreta situación.  

Sentado lo anterior, podemos considerar que los valores conceptualizan lo que se identifica como correcto a la hora de razonar y actuar. En un plano inferior encontramos las actitudes, que es la respuesta mental o la disposición hacia una determinada conducta. Y en la base están los comportamientos, la manera en cómo actuamos -nos comportamos- ante una situación determinada. Además, valores y actitudes se retroalimentan, de manera que los primeros generan actitudes positivas y, a su vez, éstas refuerzan los valores (Rovira, 2021).

Un aspecto esencial para la interiorización de aquellos valores por el personal de la Guardia Civil fue la excelente elección de los primeros jefes y oficiales por Ahumada y su equipo. El alto grado de compromiso prontamente asumido por los oficiales, como ya apuntábamos al principio, era un elemento dinamizador y motivador para aquellos hombres, muchos de ellos analfabetos, que seguían a sus jóvenes oficiales -tenientes, subtenientes y alféreces- para enfrentarse a toda clase de riesgos, a donde nunca hubieran acudido solos.

Las relaciones se basaban en la dignidad personal, el respeto mutuo y el ejemplo permanente de los oficiales que, al mismo tiempo, mostraban el mayor desvelo por sus subordinados y salían en defensa de sus actuaciones. Y esto era necesario por la incidencia de la dispersión de las unidades, que exigía una gran iniciativa por parte de aquellas parejas o pequeñas patrullas de guardias civiles, enfrentados con frecuencia a situaciones complejas que debían resolver en solitario. Una iniciativa que, lógicamente, iba unida a la personal responsabilidad respecto de sus actuaciones. Se fraguó, así, un equilibrio entre autoridad, disciplina y paternalismo en el ejercicio del mando. Un estilo de mando tan genuino como eficaz en la Guardia Civil.

Poco a poco, se fue consolidando una auténtica identidad corporativa, soportada sobre aquellos valores compartidos. Surgieron de forma natural, sentimientos interrelacionados de fuerte sentido de pertenencia, de cohesión interna y de acendrado espíritu de cuerpo. Estos sentimientos movían a la acción, generando actitudes hacia un excelente desempeño en un entorno de confianza, compromiso y lealtad en el grupo. Y sobre el grupo, el ejercicio de un liderazgo ejemplar, sobre todo, en el afrontamiento de situaciones críticas desde un alto sentimiento del honor, como guía permanente de comportamiento.

Otro elemento de cohesión muy relevante fue, sobre todo en los primeros tiempos, la existencia de las casas-cuartel, esos edificios tan singulares con su carácter mixto, cuartel para el servicio y vivienda para los guardias civiles y sus familias, donde casi todo debía ser compartido, hasta las penurias y privaciones. Aquellas instalaciones se convirtieron en auténticas escuelas de relaciones humanas, donde se exigía el máximo respeto entre todos los moradores.

 Hemos hablado de espíritu de cuerpo, aspecto crucial en el mundo militar de la época para que un ejército se condujera con auténtica moral de victoria o un cuerpo determinado afrontara con garantía de éxito el cumplimiento de su misión.

Así lo entendía y lo expuso de forma brillante el comandante Francisco Villamartín (1833-1872), también coetáneo del duque de Ahumada, y uno de los mayores pensadores militares del siglo XIX español, cuando afirmaba que:

«la confianza en el arrojo de los compañeros y en la pericia del jefe, la satisfacción de formar en las filas de un cuerpo glorioso, el placer de compartir peligros y fatigas con hombres unidos por los lazos del afecto que crea este espíritu de cuerpo, la resignación en las privaciones, la alegría en los días felices, sostenida por este mismo compañerismo, son una garantía de victoria»[27].

Y lo apostillaba de modo elocuente:

«Es sentirse honrado con pertenecer a su cuerpo, y tener un convencimiento íntimo de la moralidad con que se le administra, de la justicia con que se le gobierna, y del acierto con que se manda»[28].

Así vivían el espíritu de cuerpo los primeros guardias civiles.

4. EVOLUCIÓN DE LA REGULACIÓN ÉTICA

4.1. EL MARCO ÉTICO DE LA GUARDIA CIVIL DURANTE EL SIGLO XIX Y PRIMER TERCIO DEL SIGLO XX

La Cartilla del Guardia Civil se actualizó en 1852, un año de importantes cambios en la Administración que supuso el espaldarazo institucional para que la Guardia Civil se erigiera como cuerpo de seguridad hegemónico durante toda la centuria, al tiempo que se actualizaban los dos reglamentos por los que se regía la Institución. Aquella actualización pretendía adaptarse a la evolución de la seguridad y el desempeño de nuevas funciones, incluyendo las obligaciones del comandante de línea, de sección y de provincia; la regulación del servicio en campaña o para la vigilancia del transporte por ferrocarril, aún en sus comienzos. Además, se incorporó al compendio de la Cartilla que estudiaban y portaban los guardias civiles en su cartera de caminos, documentación de utilidad para el servicio, como los tratamientos de diferentes autoridades, una cartilla métrica con las equivalencias del nuevo sistema de pesos y medidas (se había adoptado el sistema métrico decimal por ley en 1849), o un manual con las principales enfermedades del caballo y cómo remediarlas.

Posteriormente, la Cartilla incorporó algunas actualizaciones, pero se mantuvo casi inalterada hasta el final de la Guerra Civil, en los albores de la década de los cuarenta del siglo XX. Esta pervivencia y estabilidad dan idea de lo acertado de la redacción inicial de este documento doctrinal y de su fuerte enraizamiento en la cultura organizativa de la Guardia Civil y en todos sus miembros.

Al mismo tiempo, en 1878 se promulgó la Ley Constitutiva del Ejército, de 29 de noviembre, que supuso un cambio en el estatuto personal de los guardias civiles, al contemplar en su artículo 22 la plena integración del Cuerpo en el Ejército, aunque sin alterar sus misiones. Años más tarde, esta norma será complementada por la Ley Adicional a la Constitutiva del Ejército, de 26 de julio de 1889. Ese acercamiento de la Guardia Civil a la regulación estatutaria del Ejército trajo consigo una cierta dispersión normativa, pero no disminuyó un ápice la aplicación de la Cartilla como referente ético normativo, que siempre constituyó un rasgo diferencial.

Durante todo este tiempo, continuaron siendo de aplicación, por supuesto, las Ordenanzas Militares, tanto para los oficiales como para las clases de tropa. También continuó la profusa emisión de instrucciones y órdenes para la mejor cumplimentación del servicio y el comportamiento del personal, que venían a complementar a la Cartilla.

4.2. LA REGULACIÓN A PARTIR DE 1940

Tras el breve paréntesis del periodo de la Segunda República, en que la Guardia Civil pasó a integrarse en el Ministerio de la Gobernación, al finalizar la Guerra Civil se afianzó la dependencia orgánica del Cuerpo respecto del Ejército. Así, mediante la Ley de 22 de septiembre de 1939, por la que se organizaba el Ministerio del Ejército, pasó a depender de aquél la Inspección General de la Guardia Civil.

Además, se tomó la decisión de incrementar los efectivos de la Guardia Civil de forma muy significativa, de modo que, a partir de febrero de 1940, y hasta el año siguiente, se ofreció la posibilidad de integración en el Cuerpo a diez mil antiguos componentes del Ejército, ampliándose luego esta oferta hasta otros seis mil efectivos de nuevo ingreso.

Al mismo tiempo, la Ley de 15 de marzo de 1940 supuso la integración en la Guardia Civil del Cuerpo de Carabineros, con su personal y funciones. En cuanto a la dependencia funcional para el servicio, continuaba siendo del Ministerio de la Gobernación, a través de los gobernadores civiles en las provincias, aunque también se remarcaba su carácter de fuerza de orden público con mando, disciplina y fuero militar.

Esta ley también recogió una importante incorporación a la Guardia Civil de cuadros de mando procedentes del Ejército, que fueron destinados principalmente a los Tercios de Costas y Fronteras, que se constituyeron con aquella norma. También se creó en abril de ese año el Estado Mayor de la Guardia Civil, plenamente integrado por oficiales titulados del Ejército. En resumen, este conjunto de medidas organizativas supuso numerosas incorporaciones a las filas del Cuerpo, que llegó a duplicar con creces sus efectivos, hasta alcanzar la cifra de 54.304[29]. Pero también supuso durante un tiempo una cierta desnaturalización de la Guardia Civil que afectó a su propia identidad y a la de sus componentes, si bien el paso del tiempo y una progresiva vuelta a la normalidad, sobre todo, a partir de los años sesenta, se encargaron de disipar. Fueron años difíciles de posguerra y lucha contra el maquis, que supuso una sangría para la fuerza del Cuerpo e hipotecó importantes recursos en buena parte del territorio nacional durante bastantes años.

También la normativa interna del Cuerpo sufrió importantes cambios por aquellos años. En 1942 y 1943 se actualizaron, respectivamente, el Reglamento Militar y el Reglamento para el Servicio de la Guardia Civil. Pero, además, no solo sustituyeron a los reglamentos anteriores, sino que absorbieron a la vieja Cartilla. Su primer capítulo, aunque con varias incorporaciones y actualizaciones, pasó a encabezar como capítulo primero -Prevenciones generales- el Reglamento para el Servicio, que ahora contará con 47 artículos. El principal contenido ético de la Cartilla elevaba su rango normativo a real decreto, y aunque se mantuvo viva a través de aquel articulado, la Cartilla desaparecía como norma independiente.

Los dos reglamentos se mantuvieron en vigor hasta que las leyes definitorias del marco estatutario, nacidas al amparo de la Constitución de 1978, los hagan caer en el olvido. No obstante, nunca fueron expresamente derogados, lo que contribuyó a mantener vivo el articulado de la vieja Cartilla, contenida en el Reglamento para el Servicio.

Las dependencias de la Guardia Civil se mantuvieron durante todo el régimen de Franco. La propia Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, confirmaba en su artículo 37 que las Fuerzas Armadas de la Nación estaban también integradas por las Fuerzas de Orden Público en la misión de «garantizar la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional». No obstante, aquella fuerte vinculación al Ejército irá desapareciendo con el tiempo, sobre todo a partir de los años setenta[30].

Por otra parte, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad internacional entendió la necesidad de implementar un catálogo de derechos mínimos cuyo respeto debía ser exigible en toda sociedad, pretensión que vino a materializarse con la aprobación en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Resolución 217 A (III) de la Asamblea General de Naciones Unidas. Posteriormente, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cuya entrada en vigor se produjo en 1976, vinieron a completar, junto a los Protocolos Facultativos de desarrollo de ambos documentos, el cuerpo normativo conocido como Carta Internacional de los Derechos Humanos.

Como consecuencia de estos cambios históricos y de la propia evolución de las sociedades democráticas, la necesidad de dictar normas regulatorias de aspectos deontológicos directamente relacionados con el desarrollo de la actividad de seguridad pública se fue convirtiendo en un compromiso moral de obligado cumplimiento.

4.3. EL MARCO CONSTITUCIONAL DE 1978

El declive de la ética de las virtudes que se arrastraba, en cierta forma, desde la Ilustración, vivió algunos intentos de renovación en la primera mitad del siglo XX. Pero la auténtica revalorización de la ética de la virtud en el pensamiento surgió en la segunda mitad del siglo, de la mano de una nueva generación de filósofos, como Anscombe y MacIntyre.

Elizabeth Anscombe, filósofa católica de origen irlandés, publicó en 1958 un artículo que ha sido considerado como el comienzo del debate contemporáneo sobre el deber y la virtud, y el inicio de la vuelta a la virtud por parte de la comunidad filosófica, especialmente en el ámbito anglo-americano. En este y otros estudios posteriores, Anscombe criticaba las teorías morales modernas del utilitarismo y deontologismo de corte kantiano, y advertía que el desarrollo de la filosofía moral exige redescubrir el concepto de virtud[31]. A partir de ese momento se multiplicaron los estudios sobre la virtud.

El filósofo escocés Alasdair MacIntyre, considerado el autor más importante en el resurgir de la virtud en la ética contemporánea, publicó en 1981 su obra After Virtue: A Study in Moral Theory (publicado en español como Tras la virtud) una de las más importantes acerca del debate contemporáneo sobre la ética de la virtud, y en que cuestiona la ética moderna resultante de los ideales ilustrados y del individualismo liberal[32].

Surgió, de este modo, un nuevo concepto de ética pública, con el fin de orientar de forma correcta la actuación de quienes ejercen la función pública. A ello contribuyó el revulsivo que supuso el escándalo político del Watergate[33] en Estados Unidos a comienzos de los años setenta, y la consiguiente toma de conciencia sobre el problema de la corrupción y la inmoralidad en los poderes públicos.

Esta recuperación del enfoque ético basado en la virtud no pasó desapercibida para la comunidad internacional, respecto a su aplicación a la ética normativa en el ámbito profesional. Así, el Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la Resolución 34/169, de 17 de diciembre de 1979, condensado en ocho artículos, constituyó una primera referencia de los valores, principios y pautas de comportamiento que deben regir el ejercicio de las funciones policiales: cumplimiento de las leyes, respeto y defensa de los derechos humanos y la dignidad de la persona, servicio a la comunidad, protección del ciudadano, empleo restrictivo y proporcional de la fuerza, y confidencialidad.

Ese mismo año, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó mediante la Resolución 690 de 1979, la Declaración sobre la Policía, en la que se establecían criterios éticos para el desarrollo de las funciones policiales, se definía el estatus de la policía, y se perfilaba el rol de sus agentes en los estados de excepción, guerra u ocupación del territorio por una potencia extranjera. Su aplicación práctica en España se sustanció a través del Acuerdo del Consejo de Ministros del 4 de septiembre de 1981, sobre Principios básicos de actuación de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, publicado por Orden Ministerial de 30 de septiembre, por lo que pasaba a ser de plena aplicación en la Guardia Civil.

Pero, previamente, había surgido, una vez más, un tiempo de incertidumbre para la Guardia Civil. La Ley 55/1978, de 4 de diciembre, de la Policía, parecía dejar en un segundo plano el despliegue y funciones del Cuerpo, al tiempo que pasaba a depender orgánicamente del Ministerio del Interior. Sin otra norma de superior rango que reconociera la naturaleza de la Guardia Civil, se reabrió la vieja polémica sobre el carácter civil-militar que debía tener la Institución y, por extensión, sobre el papel que habría de jugar a partir de entonces en el mapa de la seguridad. Cuestión decisiva, cuando se encontraba en plena redacción el proyecto de la nueva Constitución[34].

Al fin, la Constitución Española de 1978 vino a reforzar los valores y principios éticos que habrían de regir en todo el ámbito de la función pública. Así, al amparo de los artículos 103.3 y 149.1.18 de la Constitución, se podían establecer las bases del régimen estatutario de los funcionarios públicos de todas las Administraciones. Este carácter omnicomprensivo abarcaba igualmente a los funcionarios de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad[35].

En desarrollo del artículo 104.2 de la Constitución, la Guardia Civil pasó a integrar las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado como instituto armado de naturaleza militar, de acuerdo con la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, lo que venía a cerrar definitivamente el debate sobre su carácter castrense, reabierto en 1978. Además, el artículo 5 de esta ley declaraba cuáles eran los principios básicos de actuación, comunes a los miembros de todos los cuerpos policiales. Entre estos criterios elementales, a modo de código ético, se reconocen con claridad varios de los principios jurídicos implícitamente reflejados, tanto en la Resolución 34/169 de las Naciones Unidas de 1979, como los recogidos en la Orden de 30 de septiembre de 1981. Son estos los de legalidad, imparcialidad o la limitación de la obediencia debida en los supuestos en los que las órdenes dadas conlleven la ejecución de actos constitutivos de delito o resulten contrarios al ordenamiento jurídico.

Casi de forma simultánea a la Constitución, se aprobaron por ley las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas de 1978[36], cuyo contenido moral se centraba, fundamentalmente, en lo que hemos denominado la ética del deber. Pivotaba, en buena medida, en resaltar como valores propios los principios que caracterizan a la organización castrense, destacando de forma singular los de disciplina, jerarquía y unidad[37], desarrollados en los artículos 10 al 13 del título primero de la ley.

En estas Ordenanzas hay referencias a valores como el honor, gracias a que se incorporaron, para su observancia por todos los militares, los arquetipos clásicos de las viejas Ordenanzas para los oficiales[38], que fueron las únicas depositarias de este valor fundamental durante más de doscientos años. Así, el artículo 29 recogía que: «El sentimiento del honor, inspirado en una recta conciencia, llevará al militar al más exacto cumplimiento del deber». No obstante, el artículo 72 continuaba reservando el honor como patrimonio y garantía de conducta recta del oficial, vinculado de forma inseparable al espíritu militar, para lo que se conservaba la vieja y magnífica redacción de las ordenanzas carolinas: «El oficial cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien vale muy poco para el servicio». Recordemos que, en aquel momento, la tropa en las Fuerzas Armadas seguía siendo no profesional y regía el servicio militar obligatorio.

Volviendo al marco jurídico-ético europeo, la Recomendación (2001) 10, adoptada el 19 de septiembre de ese año por el Comité de Ministros del Consejo de Europa a los Estados miembros sobre el Código Europeo de Ética de la Policía, exhortaba a los gobiernos de los países de la Unión a que se inspiraran en los principios del Código desarrollado en la norma para garantizar su puesta en práctica progresiva. Además, en su artículo 63 establece que en los Estados miembros deben elaborarse códigos deontológicos de la policía, basados en las disposiciones en él recogidas. Sin duda, aquella recomendación había que tomarla como el aviso sobre una cuestión pendiente para un cuerpo militar como la Guardia Civil, pero con funciones eminentemente policiales.

Tres décadas después de las Ordenanzas de 1978, y en un nuevo escenario de Fuerzas Armadas profesionales, se promulgaron las vigentes Reales Ordenanzas de 2009, ya con rango normativo de real decreto[39]. Aquí ya sí, el artículo 14 ampliaba el espíritu militar a toda la esfera castrense: «El militar cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien vale muy poco para el servicio». Otro tanto cabe decir en cuanto al artículo 16, respecto del honor, vinculado siempre al espíritu militar y al cumplimiento del deber: «Cumplirá con exactitud sus deberes y obligaciones impulsado por el sentimiento del honor inspirado en estas Reales Ordenanzas». 

Por último, conviene recordar que, del mismo modo que las Reales Ordenanzas han sido históricamente de aplicación al personal de la Guardia Civil, las actuales de 2009 pasaron a serlo de forma expresa. Así lo vino a reforzar la modificación introducida por el Real Decreto 1437/2010, de 5 de noviembre, que prevé su plena aplicación, excepto cuando contradigan o se opongan a lo previsto en la legislación específica del Cuerpo, según lo dispuesto en su artículo 2.2; y con unas limitaciones específicas en los términos previstos en la disposición adicional única del real decreto aprobatorio de las Ordenanzas. Y, como veremos, seguirán siendo de aplicación en los mismos términos tras la aprobación del Código de Conducta del personal de la Guardia Civil.

5. LOS VALORES DE LA GUARDIA CIVIL EN UN NUEVO MARCO ÉTICO

5.1. UN CÓDIGO DE CONDUCTA PARA UNA INSTITUCIÓN DEL SIGLO XXI

5.1.1. La oportunidad de un nuevo código ético

Con la década de los noventa del siglo XX se inició una progresiva diferenciación normativa en cuanto al estatuto personal de las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil, que se materializó con la Ley Disciplinaria de la Guardia Civil de 1991[40] y que, a través de las diferentes leyes definitorias de sus respectivos marcos estatutarios, ha culminado con la última Ley Disciplinaria de las Fuerzas Armadas y la Ley de Régimen del Personal de la Guardia Civil, ambas de 2014[41]; y el común Código Penal Militar de 2015[42]. Hay que decir que esta progresiva diferenciación regulatoria[43] no apartó un ápice al Cuerpo de la Guardia Civil de su naturaleza militar. No obstante, sí orientó su desarrollo normativo, aun con incuestionable paralelismo respecto a las Fuerzas Armadas, en aspectos como el Código de Conducta.

De este modo, la Ley 29/2014, de 28 de noviembre, de Régimen del Personal de la Guardia Civil, contempla por primera vez en su artículo 6 el código de conducta de la Institución, tomando como referencia los principios básicos de actuación de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo; los Títulos III y IV de la Ley Orgánica 11/2007, de 22 de octubre, de derechos y deberes de los miembros de la Guardia Civil; y las reglas de comportamiento del guardia civil, que se relacionan en el artículo 7.1 de la Ley de Régimen de Personal. Estas reglas, a su vez, según el mandato recogido en el apartado 2 del mismo artículo, deberán ser objeto de desarrollo reglamentario, constituyendo las normas básicas de ese código de conducta. Para ello, la nueva norma surgida de este mandato debe incorporar, con las adaptaciones que resulten necesarias, las reglas esenciales que definen el comportamiento del militar, las propias Ordenanzas para las Fuerzas Armadas y el código de conducta de los empleados públicos, hoy incluido en el capítulo VI del título III del Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre.

En la Guardia Civil hemos aprendido desde siempre que los valores son capaces de construir identidades cuando son vividos y compartidos por los miembros de una organización. Por ello, la previsión de la Ley de Régimen de Personal nos proporcionaba la oportunidad histórica de regresar a un código ético institucional, no para sustituir, sino para revitalizar lo mejor de la vieja Cartilla, aunque siempre nueva en sus valores, principios y normas. En definitiva, estábamos ante la oportunidad de poner por escrito, nuevamente, cómo queríamos seguir siendo, y cómo queremos ser en el futuro para preservar nuestra identidad.

5.1.2. Valores, principios, normas… y un decálogo

De forma cada vez más clara, una auténtica ética militar -y policial- moderna y eficaz tiene que atender de forma armónica a aquellos tres enfoques morales que vimos anteriormente, incluso en su regulación normativa. De forma más precisa, debe basarse en la ética de las virtudes y, sin perder de vista aquéllas, para no reducir la moralidad a los aspectos externos de la conducta, integrar todos los elementos éticos y deontológicos que aportan las demás corrientes para configurar los códigos de conducta. Y así se concibió la nueva norma ética institucional.

El Código de Conducta del personal de la Guardia Civil, aprobado por Real Decreto 176/2022, de 4 de marzo, nació con la vocación de convertirse en soporte de la cultura institucional en su dimensión ética. La observancia de sus preceptos se eleva por encima de un mero comportamiento ausente del reproche disciplinario. Aspira a alcanzar la excelencia profesional y ética en todos los aspectos del saber ser guardia civil como ciudadano ejemplar. Exige, por tanto, una coherencia de vida en el personal del Cuerpo: pensar y actuar en todo momento conforme a lo que se es, y lo que se ha decidido ser.

Los artículos del Código de Conducta responden a una estructura similar a los de las Reales Ordenanzas, con una doble función, expositiva y prescriptiva[44]. En cada artículo, se expone el precepto considerado para, a continuación, prescribir su correspondiente observancia de forma inequívoca.

Pero la estructura del Código es absolutamente novedosa en el ordenamiento jurídico, pues se basa en la formulación de valores, principios y normas de comportamiento.

Los valores, aquéllos que la persona incorpora a su forma de ser desde su infancia, podemos definirlos como los bienes o cualidades, como atributos y convicciones propias, que son determinantes de las actitudes y de la conducta de las personas. En el Capítulo I del Título I se recogen los Valores fundamentales, que responden a cómo hay que ser: encabezados por el honor en el artículo 1, le siguen en los ocho artículos siguientes la integridad, la lealtad, la dignidad, el sentido de la justicia, el valor, la imparcialidad y neutralidad, el espíritu de sacrificio y la responsabilidad.

Los principios, que son aprendidos e interiorizados por los integrantes de una organización, constituyen las ideas, criterios y normas fundamentales que rigen el pensamiento, las actitudes y la conducta de un colectivo determinado. En el Capítulo II del mismo Título I se recogen los Principios institucionales, que definen en qué hay que basar la actitud. En sus catorce artículos se recogen los referentes a la defensa de la Constitución, el respeto de los derechos y libertades públicas, la disciplina, jerarquía y subordinación, la neutralidad ideológica y política, la igualdad y no discriminación, el respeto a la pluralidad cultural de España, la formación y competencia profesional, la cooperación, el prestigio, el espíritu benemérito, el espíritu de cuerpo y compañerismo, y el respeto por la historia y las tradiciones del Cuerpo.

Las normas de comportamiento son aquellas que se cumplen y manifiestan en el quehacer diario. Son hábitos de conducta aprendidos y transmitidos, que constituyen modos de actuar conforme a una cultura recibida y consolidada. A ellas se dedica el Título II del Código, que recoge en su Capítulo I las Normas generales de comportamiento, que establecen cómo hay que comportarse. En los artículos 24 al 32, se recogen la disponibilidad y dedicación permanente; la serenidad; prudencia y firmeza; la eficacia y eficiencia; la reserva respecto del servicio; la corrección en el uso del uniforme; la sostenibilidad corporativa; la igualdad, diversidad y conciliación; el saludo militar y el cuidado de la salud. En el Capítulo II se recogen, entre los artículos 33 y 50, las Normas de conducta durante la prestación del servicio, que prescriben cómo hay que actuar en el servicio en sus múltiples aspectos de relaciones, trato, comportamiento en diferentes escenarios y desempeño de determinadas funciones.

El articulado del real decreto recoge determinados mandatos para la aplicación del Código de Conducta, desde los procesos selectivos para ingreso en el Cuerpo, en los planes formativos y en las actividades de las unidades, además de constituir un referente para las iniciativas deontológicas que promuevan las asociaciones profesionales.

Además, a través de una disposición adicional se incorporan las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas al código ético de la Institución, en los términos que ya fijaba el Real Decreto 1437/2010, de 5 de noviembre.

Por último, se incluye el Decálogo ético de la Guardia Civil en un anexo al Código de Conducta. Se trata de diez preceptos que hacen un guiño a los 35 artículos del Capítulo I de la Cartilla del Guardia Civil y a alguno de los rasgos más sobresalientes de las Reales Ordenanzas. Además, supone un compendio de virtudes fundamentales para reafirmación de la identidad institucional, capaz de sintetizar y transmitir con su formulación en primera persona, lo que contribuye a incrementar el compromiso personal. Estos preceptos son el honor (con una redacción idéntica al artículo 1 de la Cartilla), defensa de España y de la Constitución, dignidad, respeto a los derechos y libertades, integridad, vocación de servicio, espíritu benemérito, lealtad y espíritu de cuerpo, disciplina, y serenidad y empleo de la fuerza.

En suma, la Guardia Civil dispone de un actual código ético asentado en valores, de acuerdo con las nuevas corrientes deontológicas y, además, con una estructura novedosa y una formulación de preceptos de acuerdo con la tradición axiológica castrense. Los valores fundamentales, así como los preceptos que condensan en el Decálogo el saber ser para el guardia civil, están encabezados por el Honor, lo que transmite que nada ha cambiado desde la fundación del Cuerpo en cuanto cuál es el valor de los valores para la Institución.

5.2. LA BENEMÉRITA VINCULADA AL HONOR: EL ÉXITO DE UNA MARCA

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el término benemérito/ta, procedente del término latino bene meritus, como «digno de galardón». Pero lo realmente llamativo es que este vocablo tiene una segunda acepción en su significado en género femenino, que es el de «Guardia Civil», en este caso, con mayúscula inicial: la Benemérita. Pocas palabras podemos encontrar en el diccionario que se identifiquen de forma tan expresa con un organismo o institución, como sucede con la Guardia Civil y el sobrenombre de Benemérita, que trasluce prestigio y reconocimiento a su labor[45]. Pero, ¿de dónde le viene a la Guardia Civil el calificativo de «benemérita»?

Hay que remontarse a la Guerra de Independencia para localizar cuándo se empezó a emplear el término de Benemérito de la Patria como reconocimiento o galardón. Era este un título honorífico cuyos primeros galardonados fueron los habitantes de Zaragoza que defendieron la ciudad durante el segundo sitio, y que les fue otorgado por Real Decreto de 9 de marzo de 1809. Al año siguiente, se concedió también a los defensores de la ciudad de Gerona[46].

Una vez terminada la guerra, el título se siguió concediendo con una cierta discrecionalidad, por lo que hubo diversos intentos de sistematizar los criterios para otorgarlo. Ya durante el reinado de Isabel II, se dictan algunas reales órdenes con el objeto, al menos, en el ámbito militar, de definir quiénes pueden ser acreedores al título de benemérito.  Así, se reconoce en la Real Orden de 18 de febrero de 1839 el «derecho a la declaración de benemérito de la patria», como título meramente honorífico[47]. De hecho, aunque llegó a extenderse el uso de una medalla representativa de este título, nunca fue oficial, motivo por el que llegó a prohibirse su uso sobre el uniforme en varias ocasiones, hasta que decayó totalmente su utilización a finales del siglo XIX.

La denominación de «benemérita» también se utilizó para resaltar a determinadas instituciones durante el siglo XIX por considerarlas merecedoras de galardón o reconocimiento, que eso es lo que significa este término, como hemos visto. Así, a la Milicia Nacional se la denomina como benemérita en diversos escritos del primer tercio de siglo; y también se extendió su uso -todavía hoy existente- en numerosas instituciones de Hispanoamérica y sobre personajes concretos.

Por tanto, cuando la Guardia Civil nació en 1844 y echó a andar de manera efectiva y reconocible en toda la geografía nacional a partir de enero de 1845, causando un gran impacto en la opinión pública por una eficacia desconocida hasta entonces, no es extraño que pronto recibiera este apelativo de prestigio. De este modo, en la edición del 20 de enero de 1845 del diario gaditano «El Comercio», el cronista hace referencia a una actuación meritoria de unos guardias civiles, calificándola como «un hecho que honra por muchos motivos a la benemérita Guardia Civil porque demuestra hasta qué punto raya el pundonor y la delicadeza de sus individuos»[48]. En los años sucesivos, encontramos nuevos escritos en que se utiliza este apelativo para referirse a la Guardia Civil en términos elogiosos, pero es cierto que fue decayendo su uso hacia el final de aquella centuria, al tiempo que caía en desuso su reconocimiento personal oficial. No obstante, ni a la Guardia Civil ni -que sepamos- ninguna de las demás instituciones coetáneas con las que se empleaba el apelativo de benemérita les fue otorgado nunca reconocimiento oficial alguno.    

Ya en el siglo XX, por Real Decreto de 29 de julio de 1910 se reorganizó la Orden Civil de Beneficencia, en la que se integró la Cruz de Epidemias. El importante número de servicios humanitarios que prestaba la Guardia Civil hizo que se fueran concediendo condecoraciones de esta orden en sus diferentes categorías a personal del Cuerpo desde la última década del siglo XIX con motivo de la prestación de servicios meritorios, como también sucedía con el Cuerpo de Carabineros. Tanto se extendió su concesión que el general Burguete, Director General del Cuerpo, ordenó mediante circular en mayo de 1925 la creación y actualización anual de un «escalafón de distinguidos» que recogiera a todo el personal que hubiera ingresado en la Orden. Pocos años más tarde, por Real Decreto de 4 de octubre de 1929 se concedió a la Guardia Civil la Gran Cruz de la Orden Civil de Beneficencia, que poco antes se había concedido también al Cuerpo de Carabineros. Se le concedió en la categoría de gran cruz y con distintivo negro y blanco, destinado a premiar «actos benéficos con riesgo personal», en razón -según reza el título de nombramiento- de los «innumerables actos y servicios abnegados, humanitarios y heroicos realizados con motivo de incendios, inundaciones y salvamento de náufragos». Aquella recompensa suponía un reconocimiento público e institucional a lo que el benemérito Cuerpo de la Guardia Civil venía desempeñando de forma callada y eficaz desde su fundación.

Con ocasión de la concesión de esta gran cruz, el entonces Director General de la Guardia Civil, general Sanjurjo Sacanell, publicó una orden general para felicitar a sus subordinados por aquella recompensa colectiva, que finalizaba: «sois dignos de los que supieron ganar para la Institución el título de Benemérita». Allí se afirmaba que los guardias civiles entonces en filas, a quienes se dirigía su Director General, eran dignos herederos del prestigio ganado por quienes les precedieron, que habían sabido ganar el título de Benemérita para la Guardia Civil.

Ni en la norma que regula la Orden Civil de Beneficencia ni en el Escalafón de Distinguidos con dicha recompensa se menciona en ningún momento la palabra «benemérita», pues este término no guarda relación alguna con aquella condecoración, más allá del reconocimiento meritorio que implica. Pero lo cierto es que una interpretación -a mi juicio, errónea- de las palabras de Sanjurjo dirigidas a sus guardias civiles hicieron resurgir el sobrenombre de «benemérita» que se encontraba ya bastante arrinconado, y hacerlo mucho más presente en las últimas décadas.  

Por la misma razón antes expuesta, comenzó a confundirse «benemérito» con «benefactor», de modo que el espíritu benemérito se fue identificando con una vocación benefactora que, no obstante, siempre estuvo presente en el quehacer diario de la Guardia Civil. Por ello, haciéndose eco de este nuevo significado, el propio Código de Conducta recoge en su artículo 21 el espíritu benemérito como principio institucional con aquel significado benefactor.

Por tanto, sea como fuere, se ha conseguido revitalizar el sobrenombre de benemérita para la Guardia Civil como una marca de éxito, e integrarlo en el acervo popular, que reconoce en la Institución a un cuerpo prestigioso, cercano y volcado en la labor benefactora. Y eso es, también, el honor: prestigio hacia los demás, vocación de hacer el bien y una especial sensibilidad hacia el vulnerable. Una seña de identidad que engarza a la perfección con una Guardia Civil benemérita.

5.3. HONOR, VALORES Y CULTURA INSTITUCIONAL

5.3.1. La estructura del honor

Hemos expuesto cómo se entendía el honor en la etapa fundacional de la Guardia Civil y, como sello identitario que aglutinaba los preceptos éticos de la Cartilla, de qué manera se tradujo en el desempeño diario de su personal a lo largo del tiempo, fraguando un innegable prestigio. También se ha mencionado la voluntad de incorporar al honor como valor preferente en el actual Código de Conducta, lo que supone una importante apuesta para que no quede en un recurso retórico o carente de contenido.  

Por ello, es preciso preguntarse qué supone hoy el honor para la sociedad actual. En qué medida se sigue considerando un valor a resaltar y, si es así, cómo vivirlo.

En una reciente encuesta realizada entre un considerable número de alumnos que cursaban el grado de Psicología en el marco de un proyecto piloto encargado por la Guardia Civil a una universidad pública española, se solicitó a los participantes que ordenaran los nueve valores fundamentales del Código de Conducta de la Guardia Civil de mayor a menor relevancia. Como criterio para establecer esa prioridad, debían cumplimentar dos columnas: en la primera, en el orden de importancia que ellos consideraban para el conjunto de la población y en la segunda, la priorización que, en su opinión, tenían aquellos valores para el personal de la Guardia Civil. El resultado de la encuesta situaba valores como la responsabilidad o el sentido de la justicia en la parte superior, lo cual, considerados en abstracto, tiene un sentido lógico. Bastante más llamativo resultaba el lugar asignado a la dignidad pues, de ser el 4º para la población en general, caía al 7º para los guardias civiles. Un supravalor como la dignidad que, sin duda, habrá que explicar mejor. Pero lo más sorprendente fue el puesto otorgado al honor: el 8º para la población y el 9º -y último- para el personal del Cuerpo. Con este resultado se evidenciaba que hay mucho que explicar todavía sobre qué es el honor para cualquier ciudadano y por qué es tan importante en la Guardia Civil.

No mucho más tarde, en el mismo proyecto, se realizó una encuesta a personal de la Guardia Civil perteneciente a tres grupos diferenciados: una unidad de reserva, profesorado y alumnado de un centro docente de formación. Los resultados ofrecían diferencias explicables, pero esta vez sí, el honor ocupaba el lugar preeminente que le corresponde. De todos modos, no resulta ocioso, ni mucho menos, orientar al personal del Cuerpo sobre qué entendemos que es el honor hoy en día y, lo más importante: qué conducta es esperable en un guardia civil cuando le decimos que el honor ha de ser su divisa, el sello que refrende todas sus actuaciones.

Tabla 1

Encuesta realizada entre estudiantes de Psicología sobre la importancia relativa que otorgan a los valores del Código de Conducta de la Guardia Civil.

Nota: Elaboración propia a partir de los resultados de la encuesta.

 

Obviamente, el honor que consideramos en nuestro estudio -y al que se refería la encuesta- es un honor ético, íntegro, que se manifiesta en hacer lo correcto en cada momento. Una magnífica descripción -y actual- nos la ofrece el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) cuando describe el honor, en una primera acepción, como la «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo». En su segunda acepción nos ofrece el reverso de la moneda del honor: la «gloria o buena reputación que sigue a la virtud, al mérito o a las acciones heroicas, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas de quien se la granjea»[49].

David Cerdá (2022), uno de los filósofos actuales que más ha profundizado en el concepto del honor, ofrece una visión certera y sugerente sobre cómo interpretarlo en nuestros días. Distingue, en primer lugar, los honores ancestrales (tribal, meritorio, privilegiado y honorífico), basados en lo que los demás opinan de nosotros, frente al honor íntegro, en que la persona que lo profesa considera que es un aspecto fundamental que vertebra su vida, hasta el punto de que ser una persona de honor es algo que le caracteriza como individuo[50]. Sobre esa base del honor íntegro y con lo mejor de los ancestrales, se configura el honor ético como la versión más avanzada del honor en términos morales, para convertirse en una forma de integridad. En suma, el honor ético es cumplimiento, es servicio, sacralidad de la palabra dada, defensa activa del más débil, coraje para hacer lo correcto[51].

También sabemos que el comportamiento moral no es posible al margen de los sentimientos. De hecho, la estructura del honor -del honor ético, único que tiene hoy cabida- se asienta sobre los sentimientos morales. El honor es, por tanto, sentimiento, pero sentimiento dirigido hacia el bien. Porque admitimos que no podemos controlar totalmente nuestras emociones, pero sí los sentimientos que afloran de forma consciente sobre aquellas emociones.

Y aquí nos describe Cerdá los tres sentimientos morales que resultan capitales para medir el honor: la vergüenza, o malestar ante lo inferior; la compasión, como especial proximidad ante lo igual; y la reverencia o admiración ante lo superior.

Vergüenza por la mala acción propia; por la ajena, si está en nuestra mano evitarla; o el pudor para proteger los ataques a nuestra dignidad. Y unida a la vergüenza honorable está la culpa que, en su justa medida, se experimenta a partir de acciones u omisiones que suponen la transgresión de los valores que nos sirven de referencia, cuando aquéllas son pasadas por el tamiz de una recta conciencia moral[52]. Por eso, podemos afirmar sin rodeos que el completo sinvergüenza sería aquél que carece absolutamente de honor. Y, por eso, adquieren aquí relevancia el autorrespeto y la autoestima, esenciales para una vida íntegra. Por tanto, existe una completa simbiosis entre el honor ético y la auténtica dignidad de la persona que, junto a la integridad, constituyen aquellos supravalores que ya situábamos en la etapa fundacional de la Guardia Civil.

La compasión es un sentimiento que va mucho más allá de la mera empatía hacia otras personas, de la pretensión de ponerse en su lugar, pues exige hacer algo por ellas. La compasión, que Schopenhauer llega a situar como única fuente de las acciones de valor moral[53]. Unido a la compasión, obviamente, está el respeto y, por tanto, situar en un plano superior -una vez más- la dignidad de las personas. Este fuerte sentimiento de compasión (ética de la compasión), unido a la ética del cuidado, y engarzados en el honor más ético, adquieren una especial relevancia en la institución militar, que se traduce en el éxito y prestigio que alcanzan nuestras Fuerzas Armadas y la Guardia Civil cuando despliegan en misiones de carácter humanitario o tienen que enfrentarse a grandes epidemias, catástrofes o calamidades públicas. Porque, incluso en caso de conflicto armado, «los ultrajes al débil no rebajan sino al fuerte que los infiere»[54]. Más centrados en la identidad de la Guardia Civil, entendemos ahora mejor por qué aquel espíritu benefactor que se inculcó ya en sus primeros miembros -espíritu benemérito, en esa nueva acepción generalmente aceptada- está tan integrado en la esencia de la Institución, como parte de ese honor que brilla como divisa de sus componentes.

Tal vez sea la reverencia o admiración el sentimiento que, a priori, más fácilmente identifiquemos con el honor, pues nos eleva y nos invita a emular a quienes consideramos un ejemplo a seguir por su conducta altamente honorable; que nos llevan a ser mejores. Y en grado superior, tan propio de la institución militar, el reconocimiento y la admiración hacia las acciones heroicas; hacia quienes, en una muestra sublime del honor, cayeron con valentía en el cumplimiento del deber. Este sentimiento, por tanto, lleva a mostrar un profundo orgullo por quienes nos precedieron, por la trayectoria de la Institución, reforzando el sentido de pertenencia y aquel espíritu de cuerpo de que hablábamos. Por tanto, tampoco tendrían cabida sin el honor la valentía ni el heroísmo y, en general, quienes deberían servirnos como referentes para avanzar en la dirección correcta. Y, por eso, cualquier intento de igualar por abajo hasta rayar la mediocridad, de renunciar a la admiración, de restar importancia a lo que de verdad nos conmueve, de aplanar o relativizar lo que nos hace grandes, supone un ataque directo al honor y a todo lo que representa.    

Hemos venido resaltando la importancia de los valores para forjar un auténtico espíritu de cuerpo, pero siempre en la medida en que son vividos y traducidos a comportamientos; en que se manifiestan en la conducta diaria. Y por la misma razón, el honor no puede considerarse sólo el valor más importante ni un cúmulo de valores sino, más bien, un conjunto de acciones[55]. Porque, recordemos, somos lo que hacemos.

Esa materialización del honor en acciones honorables resulta más cercana y perceptible de lo que pudiera parecer, porque sólo cuando se presenten situaciones extremas requerirá de extremos sacrificios. En el día a día, el honor se demostrará al cumplir con los propios deberes, aunque cueste, aunque nadie nos vea ni pueda supervisar si lo hemos hecho o no. Aunque nadie nos lo agradezca, y solo experimentemos la íntima satisfacción del deber cumplido (lo que llamamos pundonor). Actuando siempre así, el honor en lo exterior, el reconocimiento y la reputación que nos otorguen los demás, vendrá por sí solo.

5.3.2. Valores y cultura institucional

Hemos visto cómo los sentimientos nobles y orientados al bien posibilitan el honor. Además, con el encauzamiento del temperamento de cada persona, esos sentimientos propician la forja de un carácter honorable, que se asienta con la progresiva adquisición de las virtudes. Así se obtendrá el coraje y la valentía necesarios para obrar con reciedumbre, con coherencia respecto a lo que pensamos que es lo correcto. Con integridad. Y llegarán los comportamientos honorables cuando llegue el momento de actuar.

También recordaremos que los valores compartidos en una organización constituyen uno de sus mayores elementos de cohesión. Como afirma Alasdair MacIntyre (1981), la moral, como práctica social basada en el cultivo del carácter y la búsqueda del bien común, es capaz de movilizar a las personas en torno a un proyecto común[56]. De acuerdo con este planteamiento, MacIntyre desarrolla conceptos como el comunitarismo o el corporativismo, hoy con significados un tanto desvirtuados, pero que podríamos traducir por sentido de pertenencia o espíritu de cuerpo, en línea con lo que hemos venido defendiendo.

Dando un paso más, introduciremos el concepto de cultura, cada vez más extendido para explicar, en suma, aquello que hace fuertes, confiables y atractivas a las organizaciones, cualquiera que sea su estructura o el objeto de su existencia. Y ahí, los valores vuelven a tener una importancia estratégica creciente. El triángulo «misión, visión, valores» reúne los tres elementos que configuran la estrategia y la cultura en las corporaciones más punteras.

Podemos definir la cultura organizacional como la forma de ser de una organización como tal, que es, a su vez, aquello que le aporta más valor. Edgar Henry Schein, psicólogo social e investigador norteamericano nacido en Suiza, desarrolló a partir de 1980 su conocido modelo de cultura organizacional para hacer más visible la cultura en las organizaciones. En este sentido, Schein (1990) afirmaba que: «La supervivencia de una organización se encuentra asociada a su historia, a las motivaciones de sus fundadores, a los simbolismos que se mueven en su interior de forma dinámica, y al respeto de sus normas y reglamentos»[57]. Si analizamos en detalle esta frase, descubriremos cómo esos cuatro elementos definitorios de la cultura organizacional se corresponden de forma admirable con lo que siempre ha sido y sigue siendo la Guardia Civil y, por tanto, su cultura institucional.

Para entender hasta qué punto se concibe hoy la cultura como elemento cohesionador y auténtico sostén de las organizaciones, Alex Rovira explica el caso de la empresa norteamericana IBM cuando se encontraba al borde de la bancarrota en 1993. Aquel año, Louis Gerstner fue nombrado CEO con el difícil objetivo de salvar la empresa. En un tiempo razonable consiguió sanear la cuenta de resultados y hacer cambios importantes en el modelo de negocio, pero vio que aquello, siendo importante, no era suficiente. Había que llevar a cabo un importante cambio cultural en la empresa y en sus trabajadores para que resultara realmente viable. Sólo cuando lo logró, IBM renació al fin y en 2002 dejó el cargo. Tal era la importancia que Gerstner daba a la cultura de empresa, que la definió de una forma simple y tajante: «cultura es lo que la gente hace cuando nadie le ve». ¿Nos suena esta afirmación? Claro que sí. No es otra cosa que aquello que venimos llamando honor desde nuestra fundación como cuerpo: es cumplir con nuestro deber en cada momento, aunque nadie nos vea ni nos controle; aunque nadie nos felicite ni nos lo agradezca.

En la misma línea, Alex Rovira define la cultura como la traducción a comportamientos de nuestros valores, el modo en que los ponemos en acción, nuestros hábitos integrados. El honor puesto por obra. Esa cultura, además, llega a adquirir tal relevancia que es capaz de impulsar -o de frenar- la estrategia de una organización, sobre todo, en épocas de cambios. De eso sabe mucho la Guardia Civil, que ha experimentado cambios y ha sabido amoldarse a los tiempos desde sus mismos comienzos.

También es importante resaltar la confianza y el compromiso como elementos clave para asegurar la cohesión de un grupo humano, ya sea grande o pequeño, y para el cumplimiento de los objetivos encomendados. Y, por tanto, también son esenciales para asegurar una cultura institucional.

Por último, insistiremos nuevamente en la importancia de los sentimientos. La existencia de un código de conducta, por exigente que sea, no basta para asegurar una ética práctica en los comportamientos externos ante diferentes situaciones. Porque no se puede vivir ni exigir el cumplimiento de valores y principios acudiendo solo a la razón. Los sentimientos -manifestaciones del honor en sus diferentes formas- son determinantes.

Como tantos otros aspectos que hemos venido tratando, tampoco la importancia de los sentimientos para las conductas éticas resulta algo novedoso. El comandante Francisco Villamartín, al que ya nos hemos referido, nos ofrece una afirmación tan contundente como certera, sobre cómo tratar a las personas para remover sus más nobles sentimientos: tratando a los  subordinados, no como son, sino como deben ser, conduciendo su valor, provocando su entusiasmo, fomentando el espíritu de cuerpo, se consigue tener sobre ellos una inmensa fuerza moral, y se influye de tal forma sobre su corazón cuando llega el momento, que se hace un héroe del último de ellos[58].

6. CONCLUSIONES

La Cartilla del Guardia Civil completó la reglamentación propia del Instituto revistiéndola de un código ético específico, complementario de las Ordenanzas militares, pero absolutamente genuino. Además, reconocer y exigir valores como el honor y la dignidad para personal militar de tropa, como eran los guardias civiles -salvo los oficiales- resultaba absolutamente revolucionario para la época.

Con la observancia por sus miembros de esta normativa y de aquellas disposiciones que la recordaban de forma insistente, la Guardia Civil fue fraguando un espíritu de cuerpo asentado en los valores que profesaba, lo que hoy podíamos llamar cultura institucional, que pronto cohesionó a la Institución y le hizo ser más eficaz y confiable ante la opinión pública. 

Por ello, podemos asegurar que ha resultado de enorme relevancia todo el elenco de valores que la Guardia Civil ha sabido vivir y transmitir a las nuevas generaciones de guardias civiles hasta hoy, en ocasiones bajo el amparo de corrientes éticas favorables en torno a sí, y en otras, teniendo que afrontar situaciones adversas, cambios de régimen y otras circunstancias que pusieron en riesgo su verdadera identidad.  

Con el Código de Conducta aprobado en 2022, la Guardia Civil ha asumido una revitalización de su entramado ético, concernida a mantener intacto su prestigio y a elevar su exigencia deontológica en determinados aspectos. Es consciente de que la excelencia profesional de sus miembros es inseparable de una exigencia moral sin reservas, por lo que este aspecto adquiere dimensiones estratégicas. 

El nuevo código ético de la Institución se ha conformado sobre la base de valores, principios y normas, como preceptos claramente representativos y encabezados por el honor, de acuerdo con la tradicional regulación de la vieja Cartilla.

Parece que algunos valores trascendentales como -precisamente- el honor, no son claramente percibidos por la sociedad. No obstante, sí están perfectamente asentadas percepciones como la que implica el sobrenombre de benemérita para referirse a la Guardia Civil, que supone la presencia muy relevante de un honor ético entre sus componentes. Por tanto, resulta necesario realizar un esfuerzo por explicar qué son y cómo se manifiestan esos valores en la conducta diaria, y ante los retos o dilemas éticos a que habrán de enfrentarse los agentes. Qué es el honor, como se manifiesta la dignidad, qué alcance real tiene la integridad en nuestra forma de actuar, hasta donde ha de llegar la lealtad, el espíritu de sacrificio, el compañerismo…, y así con cada precepto consagrado en el Código de Conducta.

En cualquier caso, hemos visto que el honor se materializa de forma más cercana y perceptible de lo que pudiera parecer. En el día a día, se demuestra al cumplir con los propios deberes, aunque nadie nos vea ni pueda supervisar nuestra actuación; y aunque nadie nos lo reconozca, y sólo experimentemos la satisfacción por haber hecho lo correcto.

Las corporaciones más relevantes por su entidad y trayectoria han optado hace tiempo por vincular sus valores a la estrategia institucional, a través de lo que denominan como su cultura. Este concepto tiene mucho que ver, en la Guardia Civil, con la forma de ser de sus componentes, de un cuerpo con funciones eminentemente policiales y de carácter militar. Y, sobre todo, por el fuerte componente ético de que siempre se revistió la conducta de su personal en la prestación del servicio y fuera de él. Como muestra, hemos podido comprobar, como venimos exponiendo, la similitud -cuando no identidad- de conceptos existente entre la cultura de una organización, en su vertiente ética, y el concepto del honor que siempre se ha inculcado en la Guardia Civil. 

Por tanto, también podemos concluir que el honor, junto con los demás valores tradicionalmente vividos en la Guardia Civil, no sólo son útiles como referente para definir cómo deben ser los hombres y mujeres de la Guardia Civil de hoy, sino que constituyen claramente el revestimiento ético de su cultura institucional al más alto nivel frente a otras organizaciones.

El nuevo marco ético se completará con el desarrollo normativo del real decreto aprobatorio del Código de Conducta para su aplicación efectiva y se materializará en un Sistema de Integridad institucional, en línea con el publicado para la Administración General del Estado, un Plan de Acción de Ética Profesional, protocolos de buenas prácticas… pero todo eso es objeto de otro trabajo.


 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y DOCUMENTALES

BIBLIOGRÁFICAS

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DOCUMENTALES

Fondos de expedientes de personas célebres. Primera Sección: Personal. Archivo General Militar de Segovia. Instituto de Historia y Cultura Militar del Ejército de Tierra.

Recopilación de las reales órdenes y circulares de interés general para la Guardia Civil expedidas desde su creación hasta fin de 1884 por los Ministerios de la Guerra y Gobernación y por el Inspector o Director General de la misma; arreglada de su orden en la Secretaría de la Dirección General. Madrid: Secretaría de la Inspección/Dirección General de la Guardia Civil. Servicio de Estudios Históricos de la Guardia Civil.


 

 

 

 

 



[1] Martínez Viqueira, E. (2019). Hombres de Honor: El duque de Ahumada y la fundación de la Guardia Civil, pp. 239-240.

[2] Martínez Viqueira, E. (2018). La definición de un modelo de liderazgo en la etapa fundacional de la Guardia Civil, pp. 256-257. Tesis doctoral.

[3] Real Decreto de 9 de octubre de 1844, aprobando el Reglamento para el Servicio de la Guardia Civil. Gaceta de Madrid, núm. 3679, 10 de octubre de 1844. Colección histórica del Boletín Oficial del Estado (BOE).

[4] El término «benefactor» no es equivalente al de «benemérito», aunque así se ha identificado desde hace tiempo para referirse a la Guardia Civil, por las razones que se expondrán más adelante.

[5] El Reglamento Militar para la Guardia Civil fue aprobado por Real Decreto de 15 de octubre de 1844. Gaceta de Madrid, núm. 3685, 16 de octubre de 1844. Colección histórica, BOE.

[6] Expediente personal del duque de Ahumada. S1ª/CELEB, Caja 067, EXP. 13. Archivo General Militar de Segovia (AGMS).

[7] Martínez Viqueira, E. La definición de un modelo de liderazgo…, op. cit., p. 263.

[8] Circular de 16 de enero de 1845, que sirvió de base para la redacción de la Cartilla del Guardia Civil. Recopilación de las reales órdenes y circulares de interés general para la Guardia Civil…, tomo I. Servicio de Estudios Históricos de la Guardia Civil (SEHGC).

[9] Cartilla del Guardia Civil, redactada en la Inspección General del Arma, aprobada por S. M. en Real Orden de 20 de diciembre de 1845. SEHGC.

[10] De Vigny, A. (2003). Servidumbre y grandeza militar. Véase al respecto: Vigón, J. (1979). El espíritu militar español, pp. 193 y ss.

[11] Ibídem, p. 107.

[12] Ibídem, p. 108.

[13] Schopenhauer, A. (2005). El arte de hacerse respetar.

[14] Sánchez García, R. (2020). Derechos en conflicto: Honor, libertad de expresión y vida cotidiana en la España del siglo XIX, pp. 510-511. Revista Electrónica de Historia Constitucional, 21.

[15] Ibídem, p. 528-529.

[16] Ibídem, p. 529.

[17] Rodríguez Luño, A. (1977). Immanuel Kant: Fundamentación metafísica de las costumbres, pp. 173-183.

[18] Trigo Oubiña, T. (10 de diciembre de 2020). El concepto de virtud en la tradición filosófica y teológica. https://www.almudi.org/recursos/virtudes/9680-El-concepto-de-virtud-en-la-tradicion-filosofica-y-teologica.

[19] Fernández-Montesinos Aznar, F. y Feliú Bernárdez, L. (2020). “Valores y cultura militar en las Fuerzas Armadas: La disciplina”, en: AA. VV., Los principios y valores: La ética.

[20] Almirante Torroella, J. (1869). Diccionario Militar etimológico, histórico, tecnológico, p. 704.

[21] Podemos entender por «carácter» el conjunto de cualidades psíquicas y afectivas, heredadas o adquiridas, que influyen en la conducta de una persona inclinándola a actuar de una manera concreta y definiendo su modo de ser particular, que la distingue de los demás. Sonnenfeld, A. (2013). El nuevo liderazgo ético: la responsabilidad de ser libres, p. 136.

[22] AA. VV. (2019). Cómo preparar el liderazgo militar futuro, pp. 180-181. Documento de trabajo 05/2019. Instituto Español de Estudios Estratégicos.

[23] Trigo Oubiña, T. El concepto de virtud…, op. cit.

[24] Díaz Valderrama, J. (1858). Historia, servicios notables, socorros, comentarios de la Cartilla y reflexiones sobre el Cuerpo de la Guardia Civil, p. 44.

[25] Martínez Viqueira, E. (2010). Atlas Ilustrado de la Guardia Civil, p. 29.

[26] Martínez Viqueira, E. La definición de un modelo de liderazgo…, op. cit., p. 271.

[27] Villamartín, F. (1863). Nociones del arte militar, p. 50-51.

[28] Ibídem.

[29] López Corral, M. (2010). La Guardia Civil de Franco, pp. 14-15. Cuadernos de la Guardia Civil, 42.

[30] Martínez Viqueira, E. El marco estatutario de la Guardia Civil… op. cit., p. 291.

[31] Trigo Oubiña, T. El concepto de virtud… op. cit.

[32] Ibídem.

[33] El caso Watergate fue una trama de espionaje político en la Administración norteamericana, que forzó la dimisión del Presidente republicano Richard Nixon en 1972.

[34] Martínez Viqueira, E. El marco estatutario de la Guardia Civil…, op. cit., p. 292.

[35] Morales Villanueva, A. (2000). Comentarios a la Ley de Régimen de Personal de la Guardia Civil, pp. 19-20. Cuadernos de la Guardia Civil.

[36] Ley 85/1978, de 28 de diciembre, de Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas (hoy, derogada).

[37] Suárez Pertierra, G. (2000). La significación de las Reales Ordenanzas en el contexto de la reforma militar, p. 264. Revista de Derecho Político, 48-49.

[38] Ibídem. Véase también: Pitarch, J. L. (1984). El honor y el honor militar, p. 57.

[39] Real Decreto 96/2009, de 6 de febrero, por el que se aprueban las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas.

[40] Ley Orgánica 11/1991, de 17 de junio, del Régimen Disciplinario de la Guardia Civil.

[41] Ley Orgánica 8/2014, de 4 de diciembre, de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas y Ley 29/2014, de 28 de noviembre, de Régimen del Personal de la Guardia Civil.

[42] Ley Orgánica 14/2015, de 14 de octubre, de Código Penal Militar.

[43] Para profundizar en el proceso del desarrollo estatutario, véase: Martínez Viqueira, E. El marco estatutario de la Guardia Civil, op. cit.

[44] Así se recoge en el preceptivo informe del Consejo de Estado, previo a la aprobación del Real Decreto que contiene el Código de Conducta.

[45] Esta segunda acepción del término (benemérita como Guardia Civil) se incorporó al Diccionario de la Lengua Española en su edición de 1992, y se ha mantenido en la de 2001 y en la actual de 2014.

[46] Martínez Llorente, F. (2013).  “Cómo si del Rey de tratase: el ejercicio de Regalías Premiales por las Juntas Supremas, Regencia y cortes de Cádiz (1808-1814)”, en Palacios Bañuelos, L. y Ruíz Rodríguez, I. (comp.), Cádiz 1812: Origen del Constitucionalismo Español, pp. 210-211.

[47] Prieto Barrio, A. (2018). “Otras Condecoraciones hasta 1930”, en Compendio Legislativo de Condecoraciones Españolas, p. 80.

[48] Citado en: Núñez Calvo, J. (2021). El predicamento de la Cartilla del Guardia Civil en las fuerzas y cuerpos de seguridad de los países hispanoamericanos, pp. 36-37. Discurso de ingreso en la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras. Cádiz.

[49] La primera de las acepciones se incorporó al DRAE en la edición de 1884 y la segunda, en la de 1817.

[50] Cerdá, D. (2022). Ética para valientes: el honor en nuestros días, pp. 12-20.

[51] Ibídem, p. 22.

[52] Rocamora García-Valls, P. (2016). Perspectiva neurocientífica de la conciencia, p. 70. Discurso de apertura del curso académico 2016-2017. Real Academia de Doctores de España.

[53] Schopenhauer, A. (2002). Los dos problemas fundamentales de la ética, p. 234.

[54] Villamartín, F., op. cit., p. 55.

[55] Cerdá, D., op. cit., p. 62.

[56] MacIntyre, A. (2013). Tras la virtud.

[57] Schein, E. (1990). Organizational culture. American Psychologist, 45(2).

[58] Villamartín, F., op. cit., p. 52.